La teoría dice mucho, pero en realidad no nos acerca en absoluto a los secretos del Viejo. Sea como fuere, yo estoy convencido de que Dios no juega a los dados». La frase más citada de Albert Einstein, el genio de la Física, personaje más importante del siglo XX para la revista «Time», ha cobrado de nuevo una inusitada vigencia. La publicación de la magna biografía del descubridor de la teoría de la relatividad «Einstein. Su vida y su universo», obra deWalter Isaacson (editorial Debate), quien tuvo acceso a las cartas y documentación inédita, reactivó el interés por las posiciones religiosas del científico, Nobel en 1922 y fallecido en 1955, en pleno apogeo de la Guerra Fría. Estas posiciones adquieren aún más interés en España porque añaden un indudable carácter polémico a la pretendida política de laicidad impulsada por sectores del Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Nadie gana a los anglosajones en el arte de escribir buenas biografías. Suelen ser libros gruesos en los que uno se entera de todo lo que quiso saber y mucho más sobre algún icono del arte o la política o la ciencia. Walter Isaacson, ex director de la revista «Time» y autor de las populares biografías de Benjamin Franklin y Henry Kissinger, tuvo acceso a una documentación inédita que le permite explicar a Einstein de forma rotunda. «Fue diferente de la mayoría de los científicos de su tiempo. De hecho, algunos fueron probablemente más inteligentes que él en áreas como la matemática pura, gente como Henri Poincaré o Max Plant. Pero lo que Einstein tenía era la capacidad de pensar de manera no convencional. Pensaba, en verdad, diferente de todos ellos y aplicaba su creatividad», dice. «La imaginación es más importante que el conocimiento», proclamó en una ocasión.

Biblia y Talmud

El acceso de Isaacson a documentación privada e inédita le permitió ahondar en los aspectos religiosos del científico. Nacido en una familia judía no practicante, Einstein, alemán de Ulm, exiliado a Estados Unidos cuando Hitler llegó al poder, confesó en una entrevista celebrada cuando aún residía en Berlín: «De niño recibí instrucción, tanto sobre la Biblia como sobre el Talmud. Soy judío, pero me siento cautivado por la luminosa figura del nazareno. Nadie puede leer los Evangelios sin sentir la presencia real de Jesús. El personaje palpita en cada palabra. Ningún mito está tan lleno de vida». Cuando le preguntan si cree en Dios, Einstein responde: «No soy ateo. El problema que ello entraña es demasiado vasto para nuestras mentes limitadas. Estamos en la situación de un niño pequeño que entra en una enorme biblioteca llena de libros en muchas lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber escrito esos libros. No sabe cómo. No entiende las lenguas en las que están escritos. El niño sospecha vagamente que hay un orden misterioso en la disposición de los libros, pero no sabe cuál es. Ésa, me parece, es la actitud de incluso el ser humano más inteligente hacia Dios. Vemos que el universo está maravillosamente dispuesto y que obedece a ciertas leyes, pero sólo comprendemos esas leyes vagamente».

Sin embargo, no cree en la inmortalidad porque «para mí una vida es suficiente».

El uso de la documentación privada de Einstein permite al biógrafo contar detalles olvidados y curiosos sobre cómo fue desvelando éste su postura ante la religión. Fue el caso de un banquero de Colorado quien le escribió asegurando que ya había recibido la respuesta de veinticuatro premios Nobel a la pregunta de si creían en Dios. «No puedo concebir un Dios personal que influya directamente en las acciones de los individuos o que se siente a juzgar a las criaturas que él mismo ha creado», respondió. «Mi religiosidad consiste en una humilde admiración por el espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que podemos comprender del mundo cognoscible».

Einstein respondía al banquero, pero también a una estudiante de una escuela de Nueva York que le preguntó si los científicos rezaban. «Todo el que se dedica en serio a la actividad de la ciencia se convence de que un espíritu se manifiesta en las leyes del universo, un espíritu inmensamente superior al nosotros, con nuestros modestos poderes, debemos sentirnos humildes».

El cardenal y el rabino

Las teorías de Einstein provocaron la reacción del cardenal de Boston William Henry O´Connell, que puso en duda que el propio Einstein supiera de qué hablaba cuando lo hacía de Dios y que arremetió contra la teoría de la relatividad, «el resultado de esta oscura y dudosa especulación sobre el tiempo y el espacio de una capa bajo la que se oculta la espantosa aparición del ateísmo», afirmó el prelado en un duro ataque público al científico.

Fue entonces cuando entró en escena el rabino Herbert S. Goldstein, líder judío ortodoxo de Nueva York. Le envió un telegrama escueto: «¿Cree usted en Dios? Respuesta pagada. 50 palabras». Einstein apenas usó la mitad de palabras permitidas, en un texto que se convertiría en famoso: «Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la legítima armonía de todo lo que existe, pero no en un Dios que se ocupa del destino y de los actos de la Humanidad». La respuesta de Einstein provocó más polémica. Los judíos ortodoxos recordaron que Spinoza había sido excomulgado de la comunidad judía de Ámsterdam y había sido condenado por la Iglesia católica. Otros rechazaron la polémica: «El cardenal de Boston y Einstein han pronunciado dictámenes sobre ámbitos que están fuera de su competencia», sentenció un rabino.

Einstein, que llegó a mantener una correspondencia sobre temas religiosos con un alférez de la marina estadounidense, rechazó durante toda su vida la acusación de que era ateo. «Hay personas que dicen que no hay Dios», le dijo a un amigo. «Pero lo que de verdad me enfada es que se citen frases mías para respaldar tales opiniones». La relación entre religión y ciencia fue explicada por el sabio en una conferencia sobre el tema pronunciada en el Seminario teológico de la Unión de Nueva York. La sucinta conclusión se haría célebre. «La situación puede expresarse por medio de una imagen: la ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega».

«Usad poco para vosotras, pero dad mucho a los demás», aconsejó a las hijas de su segunda esposa cuando ambos iniciaban un largo viaje a Japón en 1922. Hubo épocas en las que pareció insensible con quienes estaban más cercanos a él, pero luchó por el progreso humano y las libertades individuales. Cuando le estaba llegando la muerte, un ayudante le preguntó si todo iba bien. «Todo va bien, pero yo no», respondió. Ya en el lecho de muerte, intentaba tranquilizar a su esposa: «Tengo que morir un día y, en realidad, no importa cuando». Cincuenta y tres años después de su muerte, el Dios de Einstein sigue suscitando una controversia universal.