Leguineche, autor de cerca de medio centenar de libros y de miles de artículos, lamenta que se pierda el estilo de periodismo "muy a ras de suelo, que busca el interés humano, los ángulos menos conocidos", el que se antepondría siempre "a esa obscena curiosidad por los políticos".

Y es que, mientras espera a que el panadero de Brihuega llegue con un cabrito recién asado para compartirlo con sus colegas, este corresponsal de guerra viajero y viajado confiesa que ha rechazado contar historias a través de los políticos: "te dejan insatisfecho, casi nunca te dicen nada nuevo, de modo que elegí un tipo de periodismo más pegado a la realidad".

En pleno jardín de la Alcarria, Leguineche se desvive por atender a profesionales como Felipe Sahagún o el cámara Evaristo Canete, que han acudido para grabar un documental sobre los 25 años del premio de periodismo en memoria de Cirilo Rodríguez, del que él fue el primero de la lista, en 1985.

A su lado, la gata "Muki" y su inseparable Jesús Rodrigo, de 80 años, a quienes cita en su obra "El club de los faltos de Cariño", pero también está Gabri, la cuidadora de este vital personaje al que le fallan las piernas, y el perro "Negrillo", que introduce elementos de tensión con el felino, lo que le obliga a hacer de mediador.

"No quiero compararme con Ryszard Kapuscinski y todos estos", añade Leguineche, "pero ellos también incidieron en este tipo de enfoque, muy humano, con un toque de ironía y tantos otros elementos" de proximidad a la gente normal.

En el fondo mantiene la confianza de que "siempre habrá algún corresponsal en algún sitio que tenga que trabajar con ese espíritu a veces artesanal con el que nosotros apechugamos durante muchos años, teníamos que hacer conexiones desde sitios inverosímiles y las operadoras no sabían dónde estaba Madrid".

Parece alegre, pero apenas sale y su capacidad para moverse está muy reducida, aunque no le faltan amigos que le visitan a diario, gentes del pueblo que pusieron a la calle donde vive el nombre de "Manu Leguineche".

"Hay tiempo para todo, uno para la aventura, otro para la vida sedentaria y reflexiva y otro para cualquier otra óptica", trata de convencer a sus amigos, mientras advierte a modo de fórmula magistral: "No hay que poner el listón muy alto sobre lo que se espera de la vida, hay que ser bastante resignado en eso, y disfrutar de los placeres más sencillos".

A los 18 años estaba viajando por el extranjero y, a comienzos de los sesenta, se unió a un grupo de periodistas norteamericanos para dar la vuelta al mundo en jeep, en lo que invirtió dos años.

La experiencia, que recogió en el libro "El camino más corto", reeditado varias veces, no la ha olvidado jamás: "Me marcó mucho; a partir de ahí puse en funcionamiento toda mi curiosidad y mis deseos de hacer más cosas, de conocer más mundo, de contarlo. Quizá fue el alfa y la omega de mi profesión, tal como yo la entendía".

Por eso rechazó ser corresponsal fijo, como cuando "La Vanguardia" le quiso dejar en Lisboa. "Prefería ir de francotirador, que es lo que hice, de un lado a otro".

De esta manera, Manu Leguineche se inclinó por la cobertura internacional; lo mismo aparecía en un golpe de Estado en el corazón de África que contaba un escándalo en Latinoamérica o viajaba con el Papa. Ha estado presente en todas las guerras que se han librado en el mundo, desde Vietnam al Líbano, pasando por Nicaragua, Chipre, Marruecos, Bangladesh, Camboya...

¿Y cómo reacciona el ser humano ante tanta sangre y miseria? "Hay que ir llorado a esos países y situaciones, está incluido en el sueldo, de modo que te va produciendo una especie de sedimentación de la tristeza".

Sin embargo, a Leguineche le llama la atención que se mantengan conflictos como la guerra de Irak. "Me sigue pareciendo muy triste que el mundo siga embarcado en esas violencias, te llega al alma, que pase el tiempo y siga habiendo ese incontable número de muertos".