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Intimidad y época de Susan Sontag

La nueva biografía de la fallecida escritora, con la que Benjamin Moser logró el “Pulitzer”, escarba en la compleja personalidad de la que fue premio “Príncipe de Asturias”

Susan Sontag Pablo García

David Rieff, hijo de Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004), escribe en el prólogo de la primera entrega del diario que esta llevó a lo largo de casi toda su vida: “Desde su primera adolescencia albergó la convicción de que disfrutaba de dones especiales, de que podía ofrecer una contribución significativa”. En Renacida, título en castellano de esas páginas, vemos la lista de autores que la escritora, aún quinceañera, se propone leer: de Dante, Ariosto o Tibulo, a Rimbaud, Dostoievski, Gide y Dalton Trumbo. La literatura es desde tiempo atrás el eje axial de su vida. Tiene ya más lecturas que sus profesores y es capaz de defender una cabal propuesta de lo que entiende por poesía: “exacta, intensa, concreta, significativa, rítmica, formal, compleja”. Asombra tanta precocidad. Treinta y nueve años después, cuando Woody Allen piensa en la figura intelectual estadounidense más carismática y que mejor le vendría para Zelig, su falso documental, no lo duda: quien sale en la película es la autora de Contra la interpretación. En ese mismo 1987, la eligen presidenta del influyente PEN American Center. Después, en 2003, la galardonarían con el premio “Príncipe de Asturias”. Pudo muy bien ganar el Nobel, pero murió al año siguiente de su visita a Oviedo. Está enterrada en el parisino cementerio de Montparnasse, entre ilustres vecinos de tumba a los que admiró: Sartre, Beckett, Barthes, Cioran…

En Sontag. Vida y obra (Anagrama), Benjamin Moser (Houston, 1976) registra minuciosamente -y a la manera anglosajona, esto es, sin dejar de enfocar los perfiles más sombríos de la persona biografiada- la trayectoria de una autora que diagnosticó y encarnó, en muchos sentidos, los paradigmas de la revolución cultural de los años sesenta del pasado siglo. Y que fue epítome, también, de la crisis de buena parte del ideario radical tras el triunfo del reaganismo en 1981. Hasta Herbert Marcuse, uno de los gurús de aquellos años de una izquierda nueva y de playas bajo los adoquines, buscaba refugio en la casa de la autora de “Notas sobre lo camp” y de “Una cultura sobre la nueva sensibilidad”, dos ensayos clave, junto con el homónimo que da título al libro Contra la interpretación (1966). Moser ha dedicado más de siete años a esta investigación, por la que ha sido galardonado con el “Pulitzer” de este 2020. Susan Sontag llegó a conocer y rechazar de plano otra biografía firmada hace veinte años por Carl Rollyson y Lisa Paddock.

Hay que elogiar la cantidad de datos, pistas y testimonios que recaba el autor para entregarnos el detallado retrato de una mujer de gran musculatura intelectual, con opiniones propias y siempre interesantes. Alguien también frágil, vulnerable como casi todos los seres humanos, y con quien no siempre resultaba fácil convivir: “El temor al abandono –y su consecuencia, el impulso de abandonar a quienes temía que fueran a abandonarla- se convirtió en un rasgo dominante de la personalidad de Susan”. Moser, que huye de la hagiografía pero jamás discute el fuste y la relevancia de la prosa de ideas de su retratada, tuvo acceso a los cien cuadernos en los que la escritora fue anotando con persistencia, desde que era casi una niña, sus diarias vicisitudes. Los lectores solo conocemos la tamizada selección de esos textos que ha hecho Rieff. Sontag, que tomó este apellido de su padrastro tras quedar huérfana a los cinco años, parece que mantuvo siempre relaciones más o menos tensas con todos aquellos que la querían o a los que quiso. Una de las tesis de su biógrafo es la de que los aspectos más desagradables de la personalidad de la escritora “se comprenden mejor a la luz de una estructura familiar marcada por el alcoholismo”, en referencia a la madre de la autora de La enfermedad y sus metáforas.

Fácil explicación freudiana para tratar de entender algunos de los episodios más problemáticos (o problematizados) de la vida de Susan Sontag: la relación con su hijo David o la negativa de la ensayista (también novelista, directora de cine y de teatro o guionista) a reivindicar su homosexualidad. Notables voces del movimiento gay no entendieron, por ejemplo, la negativa de Sontag a hacer público su vínculo amoroso con la gran fotógrafa Annie Leibovitz, considerada con razón por Moser como la “retratista de la corte de algunos de los personajes más famosos de nuestro tiempo”. Aunque también es cierto que Sontag, que se casó a los 17 años con uno de sus profesores y mantuvo relaciones con los hombres que quiso (en el libro se habla, por ejemplo, de un escarceo con Robert Kennedy, el hombre que pudo ser, igual que su hermano, presidente de EE UU), se veía a sí misma como bisexual. Y que dijo: “Ser gay me hace sentir más vulnerable”.

Junto a aspectos nada risueños de Sontag, Benjamin Moser aborda también los grandes temas de su obra

Pero lo más importante de esta biografía, cuya historia se despliega de manera cronológica, es decir, de la cuna a la sepultura, es la consistencia con la que Moser enlaza la construcción de la personalidad intelectual de Susan Sontag, convertida a los veinte años en la profesora más joven de las universidades estadounidenses, con la semblanza de un personaje que fue durante unos cuantos lustros el referente de la poderosa vida cultural neoyorquina. Hasta los graníticos porteros de los clubes más selectos de Manhattan conocían el nombre de aquella mujer del mechón de plata. Para Moser, “la Susan humana espantaba a la gente”, mientras que “la Susan icónica era tremendamente atractiva”. Un perfil en el que insiste: “Era experta en culpabilizar a las personas que la hacían sentirse culpable, y eso fue lo que hizo con su madre”.

Fuera así o no, lo cierto es que la obra de Susan Sontag es un clásico del ensayismo contemporáneo. Más discutibles son sus novelas, aunque llegó a triunfar con El amante del volcán. Y sus películas no tienen grandes entusiastas, ella que tanto amaba el cine y tanto se preocupó de explicarnos las excelencias de directores como Bresson, Godard, Resnais o Bergman. Antes de que la posmodernidad se nos viniera encima con el supuesto final de los grandes relatos y la creciente estetización del mundo, dio con algunas de las claves de la época en sus enjundiosas “Notas sobre lo camp”: “Lo único importante en lo camp es destronar lo serio”. Y rechazó las rigideces hermenéuticas, la interpretación, en favor de una “erótica del arte”. Cuando describió esta “nueva sensibilidad” tenía veintipocos años y sus teorizaciones eran impresas en Partisan Review y en The New York Review of Books. Moser afirma que, entonces, la política no estaba aún entre sus prioridades. La guerra del Vietnam y el movimiento pacifista que generó la llevó a la izquierda y a simpatizar incluso con posiciones comunistas. En 1967 fue detenida por boicotear el reclutamiento de soldados. Y en 1977 publicó un libro fundamental, Sobre la fotografía, donde subraya los peligros de la creciente entronización de la imagen, de la metáfora, en detrimento de la persona u objeto representados.

Susan Sontag fue una exigente trabajadora que estaba al tanto de todo. Dormía poco, consumía litros de café y fumaba sin parar cartones de Marlboro, además de ingerir dexedrina en notables dosis. A los 42 años le detectan, en un seno, el primero de los tres cánceres que padeció. La leucemia acabó con ella. Su estrecha amistad con el gran poeta ruso exiliado Josep Brodsky, gran predicador del “Homo legens”, la alejó del comunismo. Escribe en 1978 La enfermedad y sus metáforas, otro ensayo basal, al que añadiría una década después El sida y sus metáforas. Vira hacia un liberalismo de izquierdas, que rechaza la intolerancia racial, sexual o religiosa y defiende la libertad de expresión. Y se afila en ella una crítica de fondo al planteamiento posmoderno de la “equivalencia” de todas las cosas. Llega a pensar que esa es, precisamente, la “ideología perfecta” para el capitalismo consumista. 

Estaba convencida de que la cultura era el baluarte para hacer frente a la barbarie. Por esa razón, entre otras, viajó a principios de los años noventa hasta en once ocasiones a la cercada Sarajevo. Creía que la contienda en la martirizada Bosnia-Herzegovina era la “Guerra Civil española de nuestro tiempo”. Allí, en julio de 1993, dirigió Esperando a Godot, la conocida obra teatral de Beckett. De aquella experiencia extrema nació un ensayo de poco más de cien páginas, editado en 2003, que puede leerse como un lúcido testamento moral. Susan Sontag dice en Ante el dolor de los demás: “Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”. Y, tras defender la necesidad de las imágenes de quienes sufren, nos advierte: “A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia”.

“Resumió y a la vez contradijo a su época”

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Junto con sus averiguaciones sobre aspectos nada risueños de la vida privada de Susan Sontag, Moser acierta a presentar los grandes temas que vertebran la escritura de la estadounidense: la relación del lenguaje con la realidad y la crucial importancia –la necesidad- de nuestro acercamiento a la “persona de carne y hueso” que hay detrás de todo “personaje estetizado”. Un pensamiento que está en las antípodas de nuestros warholianos días, cuando quien más y quien menos reclaman sus quince minutos de fama. El biógrafo es ecuánime al enjuiciar, finalmente, una trayectoria tan deslumbrante: “Resumió y a la vez contradijo a su época”. 

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