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Laberinto de emociones

Stephen Markley recorre en ‘Ohio’ una profunda, evocadora y veraz ruta por una generación maltrecha

Ohio

Dentro del féretro no había ningún cuerpo”. Intrigante forma de empezar una novela que, así es, se mueve entre ausencias, finales y paradojas de todo tipo y rendición. Ohio encierra en su primera frase una metáfora fúnebre, y hasta cierto punto premonitoria, de todo un país muy dado a las honras aparatosas y huecas, a los sentimientos adormecidos en la cadencia inescrutable de los destinos calcinados. Stephen Markley debuta como novelista con una obra que, en su planteamiento, recuerda el oficio del autor como guionista: conocemos muchas películas sobre tañidos generacionales envueltos en esquela, muchas historias de reencuentros que ponen a los que fueron jóvenes e indestructibles ante el espejo roto de su presente, cortante y deformador. Reencuentro, Beautiful girls, Los amigos de Peter. Pero Markley, también periodista, recurre a ese recurso multidireccional con un aplastante dominio de los utensilios literarios: una estructura sin fisuras que desprecia los altibajos, un uso eficaz y matizado de los diálogos para enriquecer la acción sin estirarla por capricho, un dibujo altamente meditado de los personajes para que todo el entramado emocional y sentimental fluya con la debida organización y el necesario sentido de la medida. Todo ello encajonado en unas atmósferas que pueden ser crudas si la ocasión lo exige, pero también líricas en determinadas situaciones en las que las sensaciones se vuelven impetuosas y desgarradoras. Tan auténticas que impresionan.

Verano de 2013. Allá nos vamos. Cuatro antiguos compañeros de instituto se juntan en su ciudad natal. Cada uno de ellos tiene sus propias intenciones. Sus propósitos singulares. Algo les une, además del pasado común en las aulas: sus fantasmas, los corazones rotos, la mala conciencia. Y lo que ocultan. Nada más nutritivo para una novela en progreso dramático que unos secretos bien administrados. Se llaman Bill, Stacey, Dan y Tina. Buenos ejemplos de una generación acostumbrada a las noticias de guerra, a los hachazos terroristas, a los escándalos económicos que provocan crisis sistemáticas y repetidas, a la desconfianza total y absoluta hacia la clase política, que siempre engaña y decepciona. Y, claro está, habituada a mirar a su alrededor y ver cómo el mundo se autodestruye ¿lentamente? cargándose el medio ambiente. Donde ellos viven muere la esperanza, es el escenario de la América que cierra industrias, desaloja a la gente que no puede pagar, mira hacia otro lado ante la invasión lucrativa y narcótica de las drogas. Ahí se dan cita lo peor y lo mejor del ser humano. La belleza y el erial, la podredumbre y el coraje, el fiasco vital y la pasión por la tierra. Una ciudad cercada, una Troya en permanente desamparo, y dentro de ella unos seres infinitesimales que se refugian en el desamparo rodeados de féretros vacíos y vacíos al final de la larga noche. Que el viaje os pille confesados.

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