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La Huerta del Cura

El Arzobispado de Santiago vendió en los años 70 la histórica rectoral de San Bartolomé para sufragar una nueva sede junto al templo actual

en expectativa de destino. // Gustavo Santos

A lo largo del siglo XX, la casa rectoral de San Bartolomé acogió sucesivamente a los párrocos José Villaverde Martínez, Faustino Fraile Lozano y Teodoro Castro Cores. El primero (1917) y el tercero (1968) fallecieron allí mismo en el desempeño de su tarea pastoral. El segundo fue el que más tiempo permaneció como párroco -nada menos que 36 años, con la Guerra Civil por medio-, y luego marchó a la Corticela de Santiago.

Este centro parroquial constituyó durante muchos años el último vestigio tangible de la iglesia de San Bartolomé el Viejo, comunicados entre sí por un arco volado sobre la calle Don Filiberto, tal y como reflejan algunos dibujos bien conocidos.

"Sus ábsides -describió gráficamente Xosé Fortes- ocupaban lo que es hoy la escalinata del Casino; su fachada orientada a poniente, daba frente a un amplio atrio utilizado como cementerio parroquial, y el sonido de sus campanas marcaba los límites agrarios de la villa".

Tras el derribo del templo, que dio origen a la plaza de Tetuán, y el traslado de la parroquia al ex convento de los jesuitas -su ubicación desde entonces-, solo permaneció en su instalación primitiva la rectoral de referencia. Además de vivienda del cura, también sirvió de alojamiento temporal a algunos arzobispos compostelanos de visita a esta ciudad. Luego, la Mitra pagó la construcción del imponente palacio de Santa Clara para mayor pompa y también comodidad de sus eminencias reverendísimas.

No existe certeza plena de que Teodoro Castro Cores, verdadero terror de la infancia por su rigidez doctrinal, fuera su último ocupante; pero su nombre se identificó tanto con la rectoral, que era comúnmente reconocida como "la casa de don Teodoro". Al parecer, su sucesor Celestino Carracedo Torreiras ya no vivió en la rectoral a causa de su notable deterioro por el paso del tiempo, pese a alguna que otra rehabilitación menor. Y José Ríos Gigirey fue el párroco que apadrinó su venta con la autorización del Arzobispado de Santiago.

"Véndese solar antiguo. Rectoral de San Bartolomé, de 1.292 metros cuadrados, en la calle Don Filiberto. Para detalles y ofertas, señor Domínguez. Teléfono 983632". Así rezaba el anuncio publicado en FARO algunos días salteados del mes de marzo de 1973. Mayor claridad, imposible. Al menos, nadie podía decir sin faltar a la verdad que estaba en marcha una oscura operación inmobiliaria, con alguna que otra maniobra inconfesable por medio.

Precisamente en aquellos días, también publicó la parroquia de San Bartolomé una detallada memoria de sus actividades pastorales durante el año anterior, que FARO puso como ejemplo de talante modélico, a la luz de las nuevas directrices emanadas de la Iglesia.

"La parroquia -comunidad -rezaba el comentario- vuelve a tener vida. Hay diálogo y hay conexión entre la entidad y la feligresía que la forma".

A pesar de todo, una chocante murmuración en torno a dicha venta corrió de boca en boca por media ciudad, como si el mismo diablo anduviera enredando para alborotar la parroquia por doquier. Y a fe que lo consiguió.

La rumorología adquirió una propagación tan alarmante, que el propio Ríos Gigirey se sintió en la obligación de salir a la palestra para explicar con pelos y señales el proceso seguido y acabar con aquel absurdo dislate. Una y otra vez repitió a quien quiso escucharlo que no había nada que ocultar y, además, la venta no estaba formalizada entonces, ni mucho menos.

La cuenta atrás para la enajenación de la casa rectoral, que por su estado ruinoso ya respondía más a la denominación popular de Huerta del Cura, empezó casi un año antes; exactamente el segundo domingo de Pascua de 1972. Dentro de los habituales avisos parroquiales, tal día se informó a la feligresía de la autorización recibida por parte del Arzobispado de Santiago, su propietario legítimo, para desprenderse de aquel inmueble. El motivo aducido no fue otro que la obtención de fondos para afrontar la costosa edificación de un nuevo complejo parroquial en la parte trasera del propio templo de San Bartolomé. A ese respecto, no hubo ninguna voz crítica.

A continuación, la junta parroquial publicó los anuncios por palabras con el texto ya reseñado, tanto en la prensa local, como provincial, y recibió diversas ofertas para adquirir el inmueble con su huerta.

El párroco aseguró que todas las propuestas fueron rechazadas, una tras otra, porque su montante económico distó bastante de las pretensiones iniciales. En definitiva, las ofertas no cubrían el presupuesto esbozado para el nuevo complejo parroquial, cuyo proyecto se encargó al arquitecto Enrique Barreiro Álvarez. Finalmente, Ríos Gigirey zanjó la cuestión con un ofrecimiento abierto a todo aquel que quisiera conocer o revisar el proceso en detalle, con los correspondientes documentos.

Desmontada la maledicencia de origen desconocido, el asunto entró en un compás de espera, hasta que el desenlace llegó por medio de un acuerdo pactado entre San Bartolomé y Pin Malvar: el constructor asumió la ejecución de la nueva rectoral a cambio de la Huerta del Cura en pago de la obra. O sea, lo comido por lo servido, de alguna manera.

Ese sencillo canje a la antigua usanza suscitó un nuevo chismorreo de baja estofa, tan habitual como dañino en aquella Pontevedra provinciana, sobre la supuesta ventaja del empresario en detrimento de la iglesia. La verdad fue otra muy distinta, según los testimonios recogidos ahora, medio siglo después, apoyados en una lógica aplastante.

El empresario se encontraba en el momento más álgido de su popularidad tras acceder a la presidencia del Liceo Casino con una magnífica directiva y situar a la egregia sociedad en la cota más alta de su historia reciente. Era un secreto a voces que José Malvar Figueroa pagaba de su bolsillo algunas de las actuaciones que sobresalían en su deslumbrante programación; su generosidad no tenía límite y su empresa gozaba igualmente de un considerable prestigio. Por tanto, no tenía necesidad alguna de buscar un pelotazo inmobiliario de menor cuantía a costa del Arzobispado y de San Bartolomé. Ese nunca fue su estilo.

Más bien ocurrió todo lo contrario; aquel trueque resultó un pésimo negocio para Pin Malvar. El empresario quiso transformar la Huerta del Cura en un parking interior, pero no consiguió la autorización oportuna. Y don José murió dos décadas después sin acometer allí proyecto alguno.

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