Al acabar "Invisibles" la lectora decide que si Begoña, la última de las mujeres que relatan su historia, es feliz en su invisibilidad y timidez olé por Begoña: que sea hermosamente transparente, que salga o entre si le da la gana, que folle con quien quiera y que beba, trabaje, estudie o viaje lo que le parezca, que se enamore o no... Que esa niña sin juguetes que se escondía en la caseta del perro para huir de la palizas no es en realidad quien debe centrar nuestra atención sino él, ese Maroto que acabó por matar a su madre.

Antes había matado al perro, al que también pegaba muchísimo, y al hermano pequeño de Begoña le arrojó agua hirviendo. Ella recuerda al niño gritando "pero no recuerdo cuando la mató a ella", explica.

Él bebía y supone que su madre también, no recuerda salir un solo día para ir al colegio ni tener un amigo, salvo un niño que le pasaba un poco de pan a través de una reja. Casi nunca comían.

Tras el asesinato llegó felizmente la madre adoptiva, María Victoria, para ayudarle con sus sueños y su enfado con el mundo. Y su historia de resiliencia anima a la lectora a pensar que, después de todo, hay esperanza.... Para las que todavía siguen vivas.

Dos de las protagonistas de "Invisibles" no tuvieron esa suerte: una es Mariluz, en primer plano de un caso mediático. Siendo muy joven montó su propia tienda, era sociable y una mujer de carácter, con las ideas claras; en resumen, otra de las que no da "el perfil de maltratada".

Llevaba años separada cuando conoció a Jaime y tras unos meses de relación empezó a vivir con él. Tardaría años en reconocer a su amiga que le pegaba y cuando quiso romper sufrió un acoso brutal, a mayores de que él utilizaba su profesión de guardia civil para molestarla... Y tras el calvario ese segundo en el que le descerrajó un tiro en la cabeza.

Para su amiga Giovanna, que la vio morir, después todo fueron "Y si?": ¿ Y si no hubiesen ido a denunciarlo al cuartel donde la mató? ¿Y si hubiesen esperado a la patrulla en casa...? Hasta la madre de Jaime la insultó en el juicio: "pena que con esa puta, no te llevase por delante a ti también".

Es uno de los aspectos en los que busca incidir la obra, en que los maltratadores si son nuestros allegados (buenos amigos, hermanos, compañeros de colegio...) tendemos a disculparlos, a considerar que "solo fue un mal momento", "es un buen tipo después de todo".

Y a mayores (también lo cuentan las protagonistas) está el calvario de denunciar, de ser creída, de que los agentes, o los jueces o quien sea haga algo: a Jaime un error judicial lo dejó libre durante el juicio (la noche de la sentencia salió de fiesta) y al pedir un indulto alegó un expediente impecable como guardia civil, a excepción claro está de un tiro a bocajarro que mató a una mujer. "Un único error, como si rascara el coche patrulla... Pero no, entre turno y turno de defensor de la ley maltrataba a la mujer que después mató", recuerda Monste Fajardo.

No ha pasado una década y Jaime Maiz ya goza de permisos penitenciarios. "Tiene más o menos la edad que tenía Mariluz cuando la mató. Le queda toda la vida por delante. A ella no".

Otra que no da el perfil es Eva. Siempre fue "una tía echada para adelante", relata, pero la siguiente vez que vio a Alberto después de la paliza en la que le partió el brazo, le desplazó dos vértebras y le perforó el tímpano de machacarla contra la pared del armario, sencillamente se meó encima.

En realidad cuando le dio la primera paliza lo supo: "hostias, cuanto tiempo lleva pegándome". Antes el príncipe azul le había gritado, mostrado violento, pasaba de decir que "eres inteligente a tacharte de tonta", romper con todo y volver a aparecer... De "tengo tranquilizantes en la mano y me voy a suicidar" si no vuelves... Hasta que le machaca la cabeza contra el armario.

"Un día abrió el periódico y lo vi participando en unas jornadas sobre el maltrato como psicólogo especializado. Manda carallo", se dice Eva, mientras su príncipe sapo sigue invisible.

Pobre Tina. Tan moderna para la mentalidad de A Estrada franquista de los 60, embarazada a los 24 de Serafín, que hasta llegó tarde a su propia boda: ella estaba ya de siete meses y lo pasó mal esperando en la puerta de la iglesia con su barriga: ¿Qué haría si él no viene, soltera y con un hijo en la aldea?.

Pronto llegaron los celos y Serafín pidió a su hermana que vigilase a Tina. La quería lejos de cualquier hombre, hasta de sus propios niños y la obligó a dejar a los hijos para seguirlo hasta Holanda, donde supuestamente le habían ofrecido un trabajo que no existía cuando llegó la pareja.

Pasaron los años y Serafín era, para no extendernos, el "marido como Dios manda" del que habla el libro, que seguía con sus fantasmas, que tras 40 años de casados amenazaba con dejarla, que cada vez gritaba más, que dudaba de la paternidad de su hijo, que era agresivo... Hasta que la degolló con el cuchillo de caza.

Nadie lo podía creer, como tampoco Ana cuando se vio en el corredor de los juzgados al oír a sus compañeros abogados decir que los malos tratos eran mutuos. Y ella allí llorando: para entonces sabía más o menos las mismas cosas que las otras, que un crío no arregla una pareja. Ni dos. Que no podría dejarlos en manos de de un loco, en este caso Miguel, sus gritos, su locura de levantar las manos del volante cuando conduce a más de 120 kilómetros hasta hacer llorar a su mujer y al niño...

Miguel y sus historias de "padre showman" que no atiende a los niños pero es el que más fotos se hace con ellos y el primero en comentar en el parque: "¡cuanto hay que trabajar por los hijos, eh!".

Después del divorcio (Ana consiguió lo único que quería, una orden de alejamiento que le permitiese vivir) ella pudo respirar y Miguel volvió a casarse. Tuvo una hija y todo sigue igual, solo que las peleas se mudaron de casa.

Con Ana apenas tiene contacto, salvo por los niños, a los que hay que explicarles que llamar puta a la pareja no es normal... Pero en todo caso que se vuelvan invisibles, igual que hacían antes cuando vivían con Miguel en el infierno.

Irene es otra de las que dio con el marido ideal: romántico, por eso aparece por sorpresa en los sitios a los que la mandaban a trabajar, un acoso "como una casa" que siguió con siete años de novios, una boda, dos partos... Y más peleas, más chantajes, más insultos y sabotajes: "Tiraba la comida del niño que yo dejaba preparada... Era más fácil convencer al mundo de que era una mala madre, sucia y desorganizada, y hasta decía que fingía la enfermedad del pequeño... Pero no se me pasaba por la cabeza hablar de maltrato".

También éste, de nombre Eduardo, es un encantador de serpientes: cuando Irene estaba embarazada fingía ser el marido perfecto: "no te levantes, cariño, ya lo hago yo, ya recojo yo... Cuéntale tu a tu madre que es un cabrón. Es difícil de creer hasta para una suegra"... Difícil hasta que ella misma fue víctima de su acoso.

Acabó pasando 5 años en la cárcel pero el juez estableció visitas en contra del deseo de los niños. Al varón, Mateo, le llegó a partir un diente "le aplastaba las uñas, lo golpeaba en el estómago, le daba golpes que no dejasen marcas"... Sumaron órdenes de alejamiento durante 12 años y él escribió su nombre por toda la ciudad: "Irene, Irene, Irene. Por donde pasábamos aparecía escrito como un mal presagio", en los contenedores las fachadas, también su número favorito, el 73. Solo una enfermedad proverbial y la intervención de los médicos logró alejarlos... Tras una infancia y una adolescencia marcadas.

Y después está Marga y esa atrocidad imposible de concebir: el 2 de octubre de 2010 su ex pareja, José Luis Deus, estacionó la furgoneta en una pista apartada de Paderne, "abrió la espita de una bombona de butano y le plantó fuego con mi bebe dentro", relata.

Dio por hecho que el asesino también había muerto pero solo sufrió heridas leves. No se puede resumir el horror que transmite "Invisibles": sin ayuda, sin atención, le pidieron que no se marchase a casa "hasta firmar la nueva declaración pero lo olvidé y me fui. Me hicieron volver y aproveché para ir a Urgencias a que me cortasen la leche del pecho, que aún no se sabía huérfano de mi niño. No querían darme nada y tuve que proclamar el horror en voz alta: Mi hijo falleció hoy. Me dieron la pastilla, el pésame y me mudé para siempre al infierno".

No olviden sus nombres: ellos no merecen ser invisibles, mientras que ellas (tresde las cuales dan nombres ficticios porque siguen en manos de sus verdugos) sus hijos, sus familias, sus nuevos maridos, amigos, compañeros y camaradas, todos los que las quisieron y defendieron, merecen si así lo desean la hermosa transparencia de las pompas de jabón.