En la margen izquierda del río Miño a su paso por la ciudad de Ourense, hay un espacio confuso que abona el terreno a la duda entre la verdad y el realismo mágico, si es que tal separación existe. La vegetación de ribera engulle el paso estrecho. Huella a huella, el tránsito de los senderistas ha ido labrando una franja de tierra arenosa en la que también descollan piedras afiladas.

El camino es una ruta alternativa, menos transitada, que se desvía de la senda principal -de asfalto en ese tramo-, la cual discurre en paralelo al río, atrayendo a deportistas y paseantes a diario. En mitad de ese camino secundario surge, como una sutil pincelada de otro tono en un lienzo, un pequeño puesto elaborado con ramas, hojas, flores y tablas de aglomerado, que sirven de estanterías. Vasos de plástico y cristal y envases vacíos de yogur reservan semillas de diversas plantas. No hay nadie al otro lado del mostrador -uno se acerca como Jack a la barra en 'El Resplandor'-, tan solo instrucciones escritas en una hoja de agenda que cuelga de una mascarilla, en un uso insospechado del protector. Este tenderete vegetal parece a punto de ser devorado por la abundante cubierta verde del entorno.

Nadie atiende el puesto y el equilibrio depende de la buena fe del que pase, lo que ya es tener fe. "Sírvase sólo y pague", indica el tendero ausente en la nota. Planta de papaya o patata a 1 euro; la de melocotón, 1,30 euros; la de tomate o pimiento, 50 céntimos. Y después, el camino sigue.