Ledicia Costas escribe en su novela 'Infamia' que "no existe mejor lugar que la piel de otra persona para contrarrestar los inviernos del mundo". Un buen número de sanitarios asumieron su mayor reto profesional -cuidando y sanando, siempre que fue posible, desde la primera línea frente al Covid-19, con el esfuerzo añadido de tener que marcar distancia con las personas más próximas, a las que más quieren. Pusieron kilómetros de por medio e interrumpieron los abrazos y los besos con sus hijos, que curan las heridas del alma, para protegerlos y evitar posibles contagios de personas vulnerables de la familia.

En los últimos días o semanas han podido reencontrarse tras una experiencia "dura". Con la desescalada emocional han podido calmar la necesidad de estar juntos. Recordando la incertidumbre de los momentos más exigentes de la primera ola del virus, a la que hicieron frente con la carga emocional añadida de volver a casa y que sus hijos no estuvieran, miran a la nueva normalidad y piden a la ciudadanía un responsabilidad y prudencia.

Fátima Fernández, técnica en cuidados auxiliares de enfermería, tiene 40 años y trabaja desde hace más de uno en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del hospital público de Ourense, donde atesora trece años de experiencia trabajando eventualmente. Cuarenta y un días estuvo separada de su hija Andrea, de 17, a la que envió a Muíños con sus suegros el 13 de marzo, cuando lo peor comenzaba. Ella y su marido, que trabaja en mantenimiento en el hospital de O Barco, se quedaron en Ourense para no contagiar a la familia, con una bisabuela de 91 años y los padres del varón septuagenarios. El primer día de reencuentro de madre e hija resultó fugaz pero muy emotivo. "Solo fueron dos minutos, nos dio tiempo a un pequeño abrazo y poco más. Abrió la puerta y se derrumbó a llorar, yo también", recuerda esta sanitaria.

Para no exponer a los suyos tomaron la difícil decisión de separarse. "Mal no fue, sino muy mal. Tiene ya 17 años y era la primera vez que nos separábamos. Para mí fue muy jodido", cuenta Fátima. El apoyo entre compañeros en la UCI dio el aguante. "Nos desahogábamos entre nosotros. Tenemos un servicio fuerte y unido, sin discrepancias importantes y donde se escucha la opinión de todos, hay cordialidad", destaca. Solo la tecnología mitigaba un poco la lejanía. "Nos llamábamos varias veces al día pero aún hoy creo que no recuperamos todo lo que perdimos", dice Fátima. "Noto en ella más precaución, más preguntas sobre qué medidas tomar y qué puede hacer", añade la madre.

Como sanitaria en primera línea, lanza un recordatorio. "La gente se olvidó de que pasamos lo que pasamos. A veces vas por la calle y parece un todo vale, sin mascarilla, sin distancia. Y en el pueblo se nota aún más. Es como si te miraran raro cuando tú te la pones", señala.

Pilar Rodríguez, auxiliar en la UCI de Ourense, junto a su marido David y a su hija Raquel, de 4 años. // Carlos Peteiro

"Puedo entender que la gente se relaje un poco pero me da mucha rabia ver a algunas personas inconscientes", indica su compañera Pilar Rodríguez, que también es técnica en cuidados auxiliares de enfermería en la UCI de Ourense, donde lleva cuatro años ejerciendo, casi veinte en la profesión. Pilar se quedó en la ciudad y, durante marzo y abril, su marido David estuvo con su hija Raquel en la casa del rural, en Nogueira de Ramuín, municipio donde también viven sus suegros. La pequeña cumplió 4 años el día 20 del primer mes, sin que la madre pudiera estar con ella por ese esfuerzo de mantener lejos el riesgo de contagio. "Me separé el primer día con Covid en la UCI y me reencontré el 4 de mayo. La decisión fue muy dura, pero era por el bien de la niña y porque en casa había una persona mayor a la que había que proteger", la bisabuela, que falleció hace unos días por causas ajenas al coronavirus.

Su cara a cara se limitó a una pantalla y a las videollamadas. "Fue duro. Unas veces lo llevaba mejor y otras se echaba a llorar. Al principio lo pasé muy mal yo sola, pero después tuve la suerte de que mi hermana, que también es técnica en cuidados auxiliares de enfermería, se confinó conmigo porque decidió aislarse para evitar riesgo para su hijo". Raquel, recuerda Pilar, "siempre fue consciente de qué pasaba y por qué teníamos que estar separadas un tiempo. Y me preguntaba: 'mamá, ¿ya mataste al coronavirus?' [se ríe]. Y yo le respondía: queda poquito, cariño".

Eriza la piel cómo relata el reencuentro con su niña. "Llegamos a casa y yo no bajé. Mi marido le dijo que tenía una sorpresa en el coche y que fuera a mirar. Cuando vino y me vio dentro fue uno de los momentos más bonitos de mi vida". Después de la sacrificada experiencia de alejarse para cuidarse, la madre nota que la pequeña muestra más apego y necesidad. "Suele ser muy independiente pero ahora está todo el rato: 'mamá, juega conmigo', 'mamá, vamos a hacer esto'. Me busca para todo".

A la izquierda, Andrea, auxiliar en Urgencias, con su niño Leo, de 4 años. A la derecha, Fátima, auxiliar en la UCI, con su hija Andrea, de 17 años. // Cedidas

Andrea Sánchez, de 37 años y auxiliar en el servicio de Urgencias del hospital de Ourense desde hace casi tres, también estuvo separada de sus dos hijos: Pedro, de 17 años, y Leo, de 4. El 13 de marzo empezaba el fin de semana y ellos se fueron al pueblo, a Cartelle, como de costumbre. "El 14 trabajaba de mañana y ya me quedé en Ourense". Su marido estuvo con ellos y sus suegros en la aldea durante el confinamiento. Se reencontró con su esposo a finales de abril en la residencia, vestidos ambos con equipos de protección individual, aprovechando una visita de él, que es trabajador del sector funerario. Andrea volvió a ver a sus niños en persona, por primera vez, en una fecha señalada, en el día de la madre. Desde una semana más tarde empezaron a vivir juntos de nuevo.

"Fue duro pero estaba tranquila porque sabía que así no los contagiaba", subraya esta profesional. Además el rural ofreció a sus hijos un confinamiento más liviano que en un piso. "Pudieron disfrutar de más libertad, con la huerta y el aire libre".

Con lo que ha costado, Andrea es transparente y, pese a haber logrado el objetivo de evitar contagios, cree que no volvería a separar a la familia. "No compensa. El pequeño no comprende y ahora tiene miedo de que no vuelva. En el momento hablaba con él pero creo que sufrió a su manera". Tras los dos meses de distancia percibe, como otras compañeras en la misma situación, una mayor dependencia del niño, aunque ya era "muy cariñoso, pero quizá quiere estar más pegado y dormir conmigo".

Superada la desescalada, pero con la amenaza del virus presente, esta trabajadora de Urgencias reconoce que "casi prefiero no pensar en lo que pueda venir. Creo que la gente ha perdido el miedo muy rápido".

Ana Belén García, de 39 años, es enfermera en ese servicio. Después de dos meses y medio de separación, hace tres semanas se reencontró con sus dos hijos: Hugo, de 7 años, y Lara, de 5. Ambos pasaron el tiempo de reclusión junto al marido y los padres de la sanitaria en la casa familiar, en el municipio de Lobeira. Ella, sola en el piso, en la ciudad, para evitar la posibilidad de un contagio por su exposición en el trabajo a los pacientes de Covid.

El 13 de marzo se separaron. Esa semana "ya no los había mandado al colegio porque los sanitarios nos olíamos un cierre. Decidí quedarme y ellos se fueron para allá, donde estarían más seguros y distraídos, porque es un pueblo pequeño con pocos habitantes. De hecho, desde que está permitido ya pueden jugar con otros cinco niños que están allí".

Ana Belén tomó una decisión tan difícil "totalmente por protección, lo que menos quería era el mínimo riesgo o sentirme con culpabilidad en caso de contagio", dice. No por ser su elección resultó menos dura. "Emocionalmente lo pasé fatal y algunos días estaba derrumbada. Una tarde o día libre y saber que estaban lejos, que no podía tocarlos y que no podrías estar un tiempo con ellos, sin saber tan siquiera el final, cuando nunca me había separado ni un par de días de ellos... fue un horror", relata. A base de videollamadas "constantes" y wasaps, mitigó un poco la necesidad de contacto. El consuelo y el apoyo compartido entre compañeros aliviaron también. "En Urgencias nunca nos llevamos mal pero en esta época estuvimos muy pendientes unos de otros, con un gran acercamiento, casi no tenías tiempo de estar en soledad", destaca Ana.

El día del reencuentro, "iba nerviosísima", comparte. Además, a pesar de las cautelas adoptadas hasta ese momento, "tenía la preocupación de poder llevar algo porque nunca cuentas con la seguridad total". Volverse a ver fue un modo de renovar el amor a primera vista que une por naturaleza a padres e hijos. "Enseguida nos emocionamos al vernos. Después de tanto tiempo, fue imposible mantener la distancia". Desde que hace tres semanas la separación finalizó, la madre va y viene del pueblo a Ourense para conciliar trabajo y familia. También ella nota una mayor dependencia de los hijos.

Es otro ejemplo del gran esfuerzo y renuncias que los sanitarios hicieron por todos y que invita a la reflexión. "La gente tiene que volver a su vida, está claro, pero llama mucho la atención cómo algunas personas parece que se han olvidado muy fácilmente y muy rápido".

El despliegue de la sanidad hasta el límite para contener la pandemia en el pico movilizó a la enfermera Paula González -42 años- desde Traumatología -servicio al que volvió el 12 de mayo- a la UCI, donde su marido, Alberto Grande, trabajaba como enfermero desde que terminó la carrera en los noventa, y donde ella misma suma más de cuatro años de experiencia a lo largo de su carrera. Sus hijos, Marco de 11 años y Hugo de 8, pasaron el confinamiento en la casa de los padres de ella en Covelo, en el rural de Pontevedra. Además de proteger a la familia de un riesgo de contagio, los abuelos ayudaron a conciliar desde el principio del estado de alarma y los menores pudieron disfrutar de una reclusión menos dura que en la ciudad. El 12 de marzo se separaron de ellos y la primera visita, tras las videollamadas como único recurso para verse, no se produjo hasta mes y medio más tarde, "porque el mayor ya no aguantaba más". Cuando padres e hijos volvieron a convivir, "seguía un poco el miedo y casi no dejabas que se acercaran a ti", dice Paula.

Jaime Gil de Biedma escribió en un poema que para saber de amor "haber estado solo es necesario". Pero vivir esa experiencia tiene su peaje emocional. Estos sanitarios que se esforzaron en salvar vidas en la mayor pandemia en un siglo dan fe. "Sabías que era por su bien y el de toda la familia, pero había días que llegabas a casa y te entraba la llorera. Gracias al compañerismo en el trabajo nos sentimos amparados". El matrimonio, que compartió la exigente labor en la UCI durante el mayor pico hasta la fecha, trató de hablar "lo mínimo" del oficio al volver al hogar. "Veníamos tan cansados que solo queríamos estar en casa y distraernos".

Lidiar con la distancia se sumó en su caso a un momento de incertidumbre tras el primer mes de confinamiento. "Llevábamos sin estar con mis suegros desde el 12 de marzo y el 14 de abril la abuela de mi marido, de 85 años, ingresó con positivo en Covid. Se recuperó pero coincidió también con mi marido de baja [dio negativo en dos pruebas PCR tras presentar síntomas sospechosos] y todo se te mezcla y piensas si la pudiste haber contagiado. Fue lo más duro. En casa lo llevamos con pena de no estar con los niños pero sabiendo que era lo mejor para todos".

El primer reencuentro fue con ellos y desde entonces ha habido algunas reuniones con la familia, siempre "con precaución y procurando que con los abuelos no haya contacto físico". El mayor "viene ahora más a menudo a pedirte un beso y abrazo. El pequeño es más obediente. Sí notamos un cambio". Paula exterioriza, como otros compañeros de la sanidad, sus temores a un rebrote. "No me gustaría tener que pasar por lo mismo, nadie nos preparó para un pico de 23 pacientes positivos entre UCI y reanimación".