Conocen como "el abuelo" a un señor nonagenario que enviudó hace décadas. Ha rendido visitas a su esposa a diario en el cementerio ourensano de San Francisco. Ha perdido movilidad y el trayecto desde el barrio al camposanto es difícil. Pero sirviéndose de una de esas scooter eléctricas para personas a las que les cuesta desplazarse, sigue acudiendo con frecuencia y se recoge en silencio frente a la tumba de su mujer. "Hay otras familias a las que por desgracia les murieron sus hijos y llevan 20 años viniendo a diario. Otra gente, los domingos; otros, una fecha en concreto como Fieles Difuntos, y hay quien ya no viene porque cada uno lleva su sentimiento como quiere. Con guardarles respeto es suficiente". Juan González (Ourense, 1973) es el enterrador en activo más veterano de la ciudad de As Burgas. Empezó con 23 años recién cumplidos y lleva 24. Ha pasado media vida con los muertos.

"Aunque te acostumbras, te vuelves una persona más sensible pero al mismo tiempo te haces más duro. Hay que tirar hacia adelante, y también hacer sarcasmos. Tuvimos un compañero que entró aquí y que a los dos meses pidió el cambio porque no le iba el trabajo psicológicamente". Juan reivindica que "el humor es bueno" para sobrellevar una ocupación como la suya, que en la ciudad de Ourense desempeñan 18 personas. Con todo, operativos son aproximadamente una docena, descontando a quienes están rebajados de servicio por problemas médicos o proceden de otras áreas.

Así ahuyentó a unos vándalos

"Los psiquiatras y psicólogos dicen que somos todos muy tétricos y que utilizamos el humor negro como defensa", amplía. De inmediato recuerda una anécdota relacionada, de sus comienzos. "Hará unos 20 años, llegamos un lunes por la mañana y había unas 150 cruces rotas. Yo era un chaval con más ímpetu que ahora y le dije al concejal que el problemilla se lo solucionaba yo. Él debía de pensar que me iba a quedar y me iba a liar a golpes con los que vinieran. 'No se preocupe, que yo no hago nada', lo tranquilicé. Eran unos chavales que venían a hacer botellón. Acudí el siguiente viernes por la noche, cogí unas cadenas y unos cuantos huesos y me escondí entre unas sepulturas donde sabía que no me pillarían. Esperé y comenzó a llegar un grupo de chavales. Cuando empezaron a calentarse un poco, moví las cadenas. Al principio mucha risa, pero en cuanto les cayó un hueso en medio, cada uno tiró por su lado, chocaban con todo pero les daba igual. Al final esto es un camposanto y el que está aquí no se mete con nadie, ¿por qué tienes que hacerlo tú? Este también es mi modo de vida".

Saber reírse contrapesa esos momentos de mal trago que él ve de cerca en su trabajo y que también ha padecido en su entorno. "Muchas veces, sin saberlo, estás enterrando a alguien conocido, o a un familiar de alguien muy conocido. Son miles de personas las que han pasado por mis manos, y en muchas ocasiones, aunque no las conozcas, también te toca el corazón. Recuerdo el caso de un bebé muy querido, a cuya familia conocía. Sabía que llevaban años intentando tener un hijo y, cuando por fin lo lograron, a los 3 meses se les fue. Son cosas duras. He enterrado a mucha gente que yo conocí aquí en el cementerio".

El muro circundante no es elevado en algunos puntos de San Francisco. Hay hasta figuras ornamentales rotas porque fueron usadas como asidero para un allanamiento, para poder saltar el cierre y acceder al cementerio cuando ya ha cerrado (todo el año a las 19.30 horas de la tarde). En ocasiones incluso ha sido escenario de rituales. El personal denuncia a la Policía cada caso del que tiene constancia.

Juan recuerda otra ocasión, hace unos años. Aparecieron evidencias de que un toxicómano se había introducido en un nicho abierto para consumir. Bajó dos niveles, en el subsuelo, para administrarse la droga con tranquilidad. Al día siguiente las jeringuillas delataron que alguien había ocupado un rato el lugar de un difunto.

Juan entró en el servicio de cementerios de Ourense en 1996, después de aprobar unas pruebas de acceso. En 2003 consolidó su puesto con categoría de funcionario tras presentarse a una promoción interna. Con sus compañeros forma una brigada que trabaja en semanas alternas en los tres camposantos municipales: San Francisco, Santa Mariña y As Caldas. Se producen unos 200 enterramientos al año en la ciudad "de los que casi el 60% son incineraciones. Ha aumentado mucho, sobre todo en gente mayor, aunque pueda parecer lo contrario".

Los enterradores en Ourense también incineran, se encargan del mantenimiento o atienden a las visitas, que pese a casos como los del "abuelo" son "cada vez más escasas, porque una gran parte de los que venían era gente que ya está enterrada en el propio cementerio y porque las generaciones de ahora no somos de ir tanto a ver al difunto". Los tiempos también han cambiado en la relación con los muertos, incluso en Galicia, donde la importancia del fallecido es reverencial. "Antiguamente había una veneración al difunto fuera de lo normal. Antes la familia llevaba el féretro desde la puerta a la sepultura a hombros, y ahora nosotros lo trasladamos y mucha gente ni siquiera viene detrás. Llegaban muchos autobuses para cada entierro, y ahora cada vez menos. Antes había más luto. Enviudaba alguien y todos los días venía, como mínimo durante el primer año. Fieles difuntos era un hervidero y ahora es casi un quedar bien".

Un cementerio con historia

En San Francisco, las ocupaciones de los enterradores incluyen labores de jardineros. Como Bien de Interés Cultural, fue acondicionado con zonas verdes, lo que obligó al personal a acometer el traslado de más de 3.500 difuntos. El cementerio es un recinto monumental, emplazado en una colina sobre la ciudad, que se extiende en su falda. El frontispicio de la entrada, bajo una cruz con una calavera con tibias entrecruzadas en relieve, resume el proceso: "El término de la vida aquí lo veis. El destino del alma, según obréis". Entre sus muros hay historia y arte. "Se inauguró alrededor del año 1650 con los monjes y pasó a ser cementerio parroquial alrededor de 1730". Fue también lugar de barbarie. "A esa capilla central le llamaban el calabozo, porque ahí llevaban a pasar su última noche a los que fusilaban al día siguiente. Es tétrica y húmeda. En la posguerra fue un cementerio que se utilizó mucho, para bien y para mal". Un memorial rinde homenaje allí a los asesinados por el franquismo.

En el cementerio de San Francisco reposan Valentín Lamas Carvajal, Ramón Otero Pedrayo, Florentino López Cuevillas, Eduardo Blanco Amor, José Ángel Valente o Ben Cho Shey, cuya lápida guarda el mejor epitafio. Además de mencionar los posibles intentos de las autoridades de clausurar el lugar -la sociedad civil logró evitarlo- hizo gala de ese humor que también defiende Juan González, con un mensaje en el tiempo: "Quedan suprimidas tódalas homenaxes postmortem porque as cousas ou se fan ao seu tempo ou non se fan".