En la última gran crecida, el Miño arrinconó a Zé María Da Silva hasta mostrarle la pared donde se arrima su casa. Al abrigo del Puente Novísimo, bajo una pintada colorista que parece un letrero de neón, este portugués de 52 años fue construyendo sobre un par de colchones una vivienda precaria pero que resiste con una amalgama de mantas, plásticos, ropa, botellas y palos endebles como vigas maestras. Zé lee y dobla los periódicos viejos que rescata de la papelera, una radio lo acompaña desde las seis de la mañana y tiene un rincón para las plantas. Cuando el aburrimiento inunda su soledad, prueba a entretenerse quitando las malas hierbas.

Este prólogo del invierno deja temperaturas severas y un frío inclemente, con mínimas bajo cero durante toda esta semana en la ciudad de Ourense, con entre 18 y 20 horas diarias de frío, según Meteogalicia. A la intemperie los rigores van a más. Zé María no se queja, no quiere irse, elige este lugar. "Si tengo que salir me buscaré otro sitio pero yo soy feliz aquí. No me meto con nadie ni nadie se mete conmigo. Vivo y dejo vivir. Este es mi chalé, con las puertas abiertas. Aquí tengo mi libertad".

La plataforma del puente mitiga un poco el ambiente gélido en el entorno del río. La niebla no se despega hasta que la mañana se consume. Por las noches las estrellas y la helada caen a chorros, pero Zé está tranquilo. "Aquí estoy bien, aquí no tengo frío". En verano, cuando la ciudad es un brasero de día y de noche, Zé lo pasa peor. "Mientras hay sol no soporto estar aquí dentro, hasta las diez de la noche no se puede entrar", dice mientras sostiene el cortinaje de plásticos que cuelga de la techumbre.

Zé María duda un momento sobre su edad actual -"ahora mismo ni yo lo sé, creo que son 52 años. Sí, nací en el 65"- y, sin embargo, recuerda con precisión el día en que cambió el rumbo. Trabajaba en las obras de la primera ampliación del Complexo Hospitalario Universitario de Ourense (CHUO). Se marchó el 28 de enero de 2004. Desde entonces se gobierna a sí mismo. Vive, simplemente -con lo difícil que es-, y relativiza: "Si tuviera un problema de salud tendría que pasarlo. Esta pierna está un poco fastidiada", dice, mientras uno de sus ojos lagrimea todo el rato.

Escribió Gabriel Celaya: "A solas soy alguien. En la calle nadie", y Zé quiere retener su libertad en solitario, aunque la carencia de lo básico parezca, desde fuera, insoportable. Los vecinos de la zona velan por él con comida y bebidas calientes. "Me tratan como a un rey", alaba el beneficiario. Muchos de los centenares de ourensanos que pasean y se ejercitan por la senda del Miño, en el umbral de la chabola, miran y saludan. Personal y voluntarios de Cruz Roja han venido de visita varias veces, ofreciéndole la posibilidad de que duerma en el Hogar del Transeúnte. "No voy a andar con una maleta al hombro para estar en el albergue dos o tres días y volver otra vez".

El Concello de Ourense intensifica la atención y acogida durante la campaña de frío, trabajando en red con Cáritas -encargada del comedor social, con programas de ayuda básica y uno en marcha desde enero para estancias de 6 a 9 meses de personas que buscan inserción sociolaboral-, el Comité Antisida -cada mañana ofrece un "calor café" a quien lo necesite- y la Cruz Roja, cuyo personal y voluntarios recorren la ciudad para atender a pie de calle a las personas sin hogar. Brindan atenciones básicas como un café caliente y un kit contra el frío si no disponen de abrigo, y además dan información para que las personas decidan si quieren probar una salida.

Desde el inicio de 2017 y hasta el jueves de esta semana, la oenegé atendió a 299 personas sin techo o que viven a lo sumo en una infravivienda -en 2016 hubo 235 beneficiarios-, ya sea en una chabola, en una casa abandonada o en una habitación con recursos escasos y sin apoyo familiar. Una decena ha logrado un empleo gracias a la intervención de Cruz Roja, que ayuda a elaborar currículos, buscar ofertas de empleo y deja hacer las llamadas necesarias.

El perfil de la exclusión en Ourense

La exclusión social y los problemas familiares definen al colectivo de personas sin techo o en situaciones precarias. El perfil de los usuarios del Hogar del Transeúnte es el de un hombre de 46 años, soltero, de nacionalidad española y con problemas de desestructuración personal y familiar. Son víctimas de una exclusión social grave y están desvinculados de su lugar de origen. Según el Ayuntamiento, estas personas "no disponen de medios económicos propios y suficientes ni estables para mantener un domicilio ni para cubrir sus necesidades básicas". Presentan la llamada "dependencia institucional". La mayoría de usuarios del Hogar del Transeúnte están de paso.

"La persona es el principal motor de su cambio", valora Diego Conde, técnico del proyecto de atención a personas sin hogar de la Cruz Roja. A la calle se llega por una suma de circunstancias, entre las que el experto menciona la enfermedad mental, las adicciones -en torno a un 40% de los casos- o distintos "golpes vitales", desde la muerte de un familiar a una ruptura o el desempleo de larga duración. Teniendo en cuenta siempre que "cada persona es un mundo". Hay casos, dice el técnico, que son el cúmulo de la soledad, de personas "que podrían contactar con sus familiares para salir de su situación, pero no lo hacen para no molestar porque se creen una carga".

Los voluntarios salen tres veces por semana en la época de frío para atender las necesidades básicas de las personas sin hogar, establecer el primer contacto, hacer un seguimiento y recordar la disponibilidad del albergue y la ayuda a la inserción. "En la calle no hay barreras y las personas se alegran, agradecen que alguien los mire y les dé los buenos días". Cruz Roja ha constatado un aumento de personas en exclusión severa, tanto jóvenes de 18 a 30 años como mayores de 65. Realidades como la de Zé, con una vida en la calle, en cajeros o portales, son una excepción, en torno a una veintena al año en Ourense. "Esa es solo la parte del iceberg. La mayoría de los casos no son tan visibles pero son personas que están ahí, en casas abandonadas, recorriendo la ciudad a diario, con una mochila, de paso. Hay gente acostumbrada y obligada a ir de albergue en albergue. Son nómadas".