"O mundo non come a ninguén. O que hai que ter é cabeza". Quien así habla es Elena Dopazo Piñeiro, vecina de Bueu, que a los 17 años emigró a Alemania y allí permaneció durante más de 40 años. Ella es una de las mujeres que será homenajeada el domingo en una nueva edición de la Gala da Igualdade. Al igual que ella, el resto de sus compañeras no tienen dudas sobre lo qué harían en una situación como la actual y afirman de manera tajante que si aquí no hay oportunidades habrá que salir a buscarlas fuera. "A xuventude de hoxe está moito máis preparada e peor ca nós non o van a pasar", afirma Elena Dopazo. Tampoco se anda por las ramas Rosa Vilas Medraño, más de 30 años en Francia: "Aquí hay mucha cultura de la ignorancia y jóvenes que dicen eso de 'yo hago lo que quiero'. Deberían salir fuera para aprender que la vida no es así y adquirir derechos cívicos", argumenta.

Las mujeres que serán homenajeadas estuvieron en Alemania, Holanda, Suiza, Francia, Brasil y Uruguay, una pequeña representación de una emigración cosmopolita y la demostración de que en muchas ocasiones la necesidad y la voluntad son capaces de imponerse a las barreras idiomáticas y del clima. Elena Dopazo no había visto un tren hasta que en noviembre de 1962, con 17 años, se embarcó en un largo viaje a Alemania. Tampoco había visto la nieve hasta conocer el duro invierno germano. "Ao principio a miña idea era ir a Australia, pero a miña familia era pobre e había moita necesidade. Tiveron que pedir un préstamo de 2.000 pesetas para mercarme un abrigo e unhas botas para o frío", recuerda. En la maleta, además de un pequeño capricho de unos zapatos de tacón, había también varias docenas de latas de conserva, que fueron parte esencial de su sustento durante las primeras semanas. Elena trabajó primero en una fábrica de cerámica de Baviera, donde estuvo cinco años, y luego se trasladó a Hamburgo, donde incluso se sacó los estudios primarios. Allí estuvo en la factoría de Beiersdorf, de Nivea, donde permaneció durante 40 años.

Aún hoy se emociona al hablar de algunas de las personas con las que se encontró: "Con quen realmente aprendín o idioma foi cun señor maior que nos descansos collía un periódico no que me facía debuxos das cousas e logo me explicaba como se dicía en alemán", recuerda. En Beiersdorf comenzó primero la zona de talleres, aunque luego la trasladaron por motivos de salud al laboratorio. "Nese departamento era para estar 6 semanas e botei 16 anos! A miña xefa, que era un ano maior ca min, vén todos os anos a Bueu de vacacións", cuenta. A pesar de todo, la emigración no fue un camino de rosas, sobre todo en los primeros años y en los que lo habitual era el pluriempleo. "Estiven os tres primeiros anos sen vir a Bueu. Nas fins de semana viña un home a recollernos nun tractor para ir o campo a traballar. Nos pagaba catro marcos e nos daba unha cesta con patacas, froita e legumbres. Con iso tiñamos para comer e podíamos enviar máis cartos a casa", apunta.

Emigración en familia

Elena no fue la única de su familia que se fue Alemania. Poco después se le unió su hermana Rosa, cinco años mayor, que siguió el mismo recorrido laboral. Ella tuvo más dificultades para adaptarse y cuando junto a su marido, que trabajaba en la metalurgia, lograron el dinero suficiente para hacerse una casa regresaron a Bueu. "Cando viñamos no verán, dous meses antes xa non era capaz de durmir e ao chegar a Marín xa se me ensanchaban os pulmóns", cuenta. Al principio dejó a sus dos hijos en Bueu con su madre, una separación que le costó mucho. Cuando nació en Alemania su tercera hija aprovechó para llevarse consigo a los mayores.

Rosa López Casqueiro, de 79 años, también se fue a Alemania y con una trayectoria similar. "Fun con 32 anos e despois de traballar en Massó", cuenta. ¿La diferencia? "En un mes en Alemania gañabas máis que en todo un ano en Bueu", ejemplifica. Su marido trabajaba en una fábrica de hélices para barcos y admite que cuando emigró "nunca pensei botar tanto tempo". La morriña era tanta que "todos os días lle escribía unha carta a miña nai".

Otro de los destinos recurrentes de la emigración gallega fue Suiza, a donde se fueron Amelia Pires Estévez y Nieves Pousada Barcia, de 71 y 76 años. Las dos trabajaron en empresas de limpieza, algo que Amelia completaba trabajando en casa de un dermatólogo. El principal problema era el idioma, pero destacan por encima de todo el trato de la gente y los servicios. "É outra cultura: saudan, dan as gracias por todo? tanto que case aburre", cuenta Amelia, algo que corrobora Nieves. "Cando volvín a Bueu a xente mirábate un pouco raro porque saudaba a todo o mundo". Las dos fueron con sus maridos al país helvético y allí coincidieron muchas veces y participaron en las numerosas actividades de los centros gallegos. Lo del idioma les costó, sobre todo porque se desplazaron a un cantón de habla alemana. Al final lo entendían, pero lo de hablarlo era otra cosa. Eso también dio lugar a numerosas anécdotas, como las que cuenta Amelia, que llegó a mantener una conversación en alemán durante cuatro horas con su jefa. Aún no sabe muy bien cómo, pero el caso "é que nos entendemos". O el perro al que tenía que sacar a pasear, que acabó "entendendo máis o galego que o alemán". Nieves admite que cuando tuvo que dejar Suiza no lo sintió mucho, pero reconoce que fue "un cambio moi grande, sobre todo en cousas como o transporte". Amelia reconoce que si pudiese aún seguiría hoy en Suiza y con buen humor dice que de vez en cuando bromea con su marido al respecto: "O día que ti vaias para o tanatorio, eu vou para Suiza", cuenta entre risas.

Si aprender alemán no es fácil, el holandés tampoco le anda a la zaga. Bien lo sabe Carmen Agulla Santos, que estuvo 20 años en Holanda empleada en una fábrica de metales. "En la empresa daban clases del idioma para tener una base para entendernos en el trabajo y en la calle", cuenta. Todas estas mujeres compaginaron sus trabajos con el cuidado del hogar y de los hijos. A veces en las fábricas el sistema de turnos permitía conciliar esta tarea con los maridos, aunque a veces había que echarle imaginación. Carmen salí muy temprano de casa, todavía con sus hijos acostados, y se iba a la fábrica para completar lo más rápido posible la primera parte de su jornada y luego, "disfrazada" con un mono de trabajo, volvía en bicicleta a casa para llevar a los niños al colegio y vuelta al trabajo. La idea era estar en Holanda "dos o tres años" y luego volver a Bueu, por el que sentía "morriña".

Era tanta esa pena que aún recuerda cómo se gastó su primer sueldo: "Se me fue todo en una llamada telefónica a casa para hablar con mi madre". Aunque la trataron bien reconoce que en aquel entonces en Holanda ya se veía con recelo a los españoles: "Decían que les quitábamos el trabajo". La suya no deja de ser una situación curiosa y admite que durante aquellos años vivía un tanto "aislada". "Mi marido y mis hijos hablaban holandés y yo no era capaz. Aunque se esforzaban conmigo en la mesa yo les pedía que hablasen en español para poder entenderlos", relata. Ella misma sintetiza a la perfección la dualidad de la emigración: "En Holanda era una extranjera y aquí soy la holandesa". No lo dice en el video que se proyectará en la gala, pero se acuerda del revuelo que organizó una vez por las calles holandesas. "Al salir del mercado hice lo que se hacía aquí: coloque las cosas en una cesta y la puse en la cabeza. ¡Nunca tal habían visto y a mi paso salía todo el mundo a los balcones para verme pasar!".

Al otro lado del Atlántico

Josefa Argibay Fariña tiene 88 años y por esos caprichos de la vida todo el mundo la conoce como Maruja. A su lado, Josefa Vidal Currás, de 72 años. Las dos emigraron a Sudámerica: una a Brasil y otra a Uruguay. Las dos viajaron en barco, pero sus respectivas travesías nada tienen en común. "Yo realmente no tenía necesidad y me fui, junto a una prima, porque quise y buscando un poco de aventura. En el viaje lo pasamos muy bien con todas las actividades que había en el barco", cuenta Josefa Vidal. Todo lo contrario que Maruja. Ella se fue Sao Paulo por necesidad, siguiendo a su marido que se había marchado seis meses antes. Viajaba con dos niños pequeños, uno recién nacido y que a punto estuvo de fallecer durante la travesía trasatlántica debido a las penurias. En Brasil las cosas poco a poco le fueron bien. "O máis difícil era o idioma, pero fomos aprendendo.Traballaba limpando, lavando roupa, planchando...", rememora. Muchas veces tenía que llevarse a sus hijos pequeños con ella durante esas tareas. Su marido trabajaba en la construcción y pronto comprendió que no valía la pena volver a España. "E agora era el o que quería virse e eu quedar alá", cuenta divertida ella. Aún así realizan visitas periódicas a Brasil y de hecho no estará en la gala del domingo porque el martes inician un viaje de un mes a su país de adopción, algo que ya tenían programado desde hace meses.

La "aventura" de Josefa Vidal en Uruguay duró once años. "Mi idea era ir y volver, pero la vida es diferente a como pensamos", reconoce. Cuando volvió no lo hizo sola, sino acompañada de marido y dos hijos. "Allí estabamos muy bien, pero cuando apareció la guerrilla de los Tupamaros decidimos que era el momento de volver. Además los niños aún eran pequeños y no iban a extrañar tanto el país", recuerda. Josefa Vidal trabajó durante el primer año en la casa de un médico en Montevideo y luego se empleó en el sector de la peletería. "Estuve en un taller con personas de cinco nacionalidades y fue una experiencia que me enriqueció mucho", cuenta. Como la mayoría de gallegos que emigraron Josefa se caracterizó por ser una trabajadora responsable y honrada, tanto que una vez el capataz "me tuvo quedecir que fuese más despacio en el trabajo porque si no me iban a coger envidia los compañeros". A pesar de los años transcurridos aún hay cosas que perduran. "Cuando volví fue un cambio muy grande. Montevideo era muy llano y cuando regresé todo me parecía muy estrecho, con el monte tan cerca del mar", concluye.