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El "Madrileño" de Arousa que creció en el Valle de los Caídos

Pedro de la Fuente trabajó en el mausoleo de Cuelgamuros pues su padre fue uno de los presos represaliados por el franquismo

Pedro de la Fuente, junto a la gran cruz levantada en el atrio de la iglesia de Solobeira, ayer. // Iñaki Abella

Pedro de la Fuente Peinado vivió en el Valle de los Caídos, aunque él se refiere al lugar por su topónimo tradicional, Cuelgamuros. Cuando empezó la Guerra Civil, su padre se alistó en el Ejército republicano, y al terminar la contienda lo apresaron y condenaron a 30 años de cárcel. Pero le dieron la oportunidad de trabajar en el Valle de los Caídos, donde por cada día trabajado conmutaba tres de pena.

A mediados de la década de los 40, le permitieron reunirse con su familia en una mísera chabola que el hombre levantó con sus propias manos. Fue entonces cuando Pedro de la Fuente llegó al Valle de los Caídos. No recuerda la edad exacta que tenía en ese momento, pero sí que a él no le dejaron trabajar en las obras. "Tendría 10 u 11 años, y hasta los 14 no dejaban trabajar de pinche. Así que cuatro o cinco chavales de mi edad íbamos al monte a recoger piñas. Después las llevábamos a vender al Escorial". Era un viaje penoso para unos niños, a pie por caminos de montaña, y cargados con sacos. Hacían 30 kilómetros diarios.

Pedro de la Fuente vive hoy en Ribadumia. Su esposa es natural de la parroquia de Leiro, y se enamoraron a principios de los años 60, cuando coincidieron en la emigración en Alemania. Se estableció de forma definitiva en Ribadumia en 1968, y a principios de los años 80 llegó a ser concejal del grupo de gobierno, que entonces encabezaba José Ramón Nené Barral. Hoy, Pedro de la Fuente ni se inmuta cuando se le pregunta su opinión sobre la polémica exhumación de los restos de Francisco Franco, que el Gobierno llevará a cabo durante la mañana de hoy. "A mí me da igual", responde, lacónico.

Sale de Ávila

Pedro de la Fuente nació en febrero de 1936 en Sotillo de la Adrada, en la provincia de Ávila. Al estallar la Guerra Civil, su familia huyó a Bullas, en Murcia, donde una de sus hermanas moriría de meningitis. Pero él no recuerda nada de ese primer exilio forzoso.

Su padre, Ángel de la Fuente Fernández, había sido un ferviente defensor del régimen republicano, y llegó a ser capitán del ejército leal al Gobierno. Al terminar la Guerra Civil, fue apresado. Su familia se mudó entonces a Casillas, también en la provincia de Ávila, y Ángel de la Fuente empezó a cumplir su condena como obrero forzoso en el Valle de los Caídos.

Su hijo recuerda ahora, casi 80 años después, la penosa vida que su padre conoció en Cuelgamuros. "Dormían en un barracón, que era como un gallinero con literas a los dos lados, y los hacían trabajar de lunes a sábado. En verano, nueve o diez horas, y en invierno unas pocas menos. Para comer, cada preso llevaba un platito de aluminio enganchado al cinturón del pantalón y les dejaban coger una o dos cucharas de un puchero que ponían en el barracón. ¿Pero qué comida era aquella? Unas lentejas, unas judías, o un caldo que era solo agua".

Hoy, el tiempo ha depositado en el corazón de su hijo un cierto poso de escepticismo. Por eso, no se deja llevar con facilidad por la fuerza de determinadas palabras, y cuando se le pregunta si su padre fue esclavo, como a menudo se dice de los presos políticos, responde con un requiebro. "Él sabía que tenía que estar allí, quisiera o no".

Cuando, cada 18 de julio, se hacía una gran fiesta de exaltación de la victoria franquista, los obreros eran obligados a participar en unos actos que tal vez les repugnaban. "No lo hacían de buen gusto, pero tenían que acatarlo. Allí no podías protestar por nada".

Llega a Cuelgamuros

De sus primeros años en el Valle de los Caídos, o Cuelgamuros, como lo llaman quienes vivieron allí, recuerda el frío glacial de la montaña de Guadarrama. "Los inviernos eran durísimos. De noviembre a febrero hacía muchísimo frío".

Un frío que conoció bien en una chabola extremadamente humilde, en la que no había agua corriente, ni mucho menos calefacción. "¿Qué hacíamos para quitarnos el frío? Frotarnos las manos".

Fueron años en los que tampoco sobraba de nada. "No sé si lo que pasamos fue hambre, pero necesidades sí, muchas. En nuestra casa no se tiraba nada, jamás sobraba la comida". "La vida fue muy dura en los años 40 y los 50".

Pedro de la Fuente recuerda también cuando llegaron al Valle los imponentes "juanelos", cuatro columnas de once metros de altura y 50 toneladas de peso cada una, que se habían construido en la época de Felipe II para trasvasar el agua del Tajo a Toledo. "Los dejaron en la carretera porque eran tan pesados que no se atrevieron a cruzar el puente con ellos".

A los 14 años, Pedro de la Fuente empezó a trabajar en las obras del mausoleo. Llevaba agua a los demás obreros y se ocupaba de llevar los punteros a la fragua y de devolverlos afilados. Por las tardes, un maestro que también había sido represaliado por sus ideas políticas, le daba un par de horas de clase. "Hacíamos dictados y problemas de matemáticas", recuerda.

Poco a poco, la situación de su familia fue mejorando. Al morir el primer arquitecto, Pedro Muguruza, le conmutaron la pena a su padre, de modo que este siguió trabajando en la obra, pero ya como cualquier otro operario libre. Era barrenero, y su paso por Cuelgamuros le llenó los pulmones del polvo que a principios de los 70 lo mataría de silicosis. Antes, pudo disfrutar unos años del piso que le dieron en Fuencarral (Madrid) en una promoción de "casas baratas".

Su hijo también pudo mirar más allá del valle en el que había transcurrido su infancia y su juventud. Emigró a Hamburgo, y fue allí donde conoció a Rosa Varela Seijo, que había emigrado a Alemania con su hermana. Se conocieron en un baile al que acudían los emigrantes españoles, y se casaron en 1963. Cinco años después, se establecieron definitivamente en Ribadumia. "En Alemania trabajaba en una fundición de cobre, y ganaba mucho dinero, pero me afectaba mucho a la salud". Sus nuevos vecinos no tardaron en ponerle el sobrenombre de "O Madrileño".

Trabajó como conductor profesional de camiones y autobuses, y su familia abrió una tienda. Hoy, ya jubilado, observa el revuelo social y político que se ha generado en torno al Valle de los Caídos con cierta indiferencia. "Me da igual que quiten a Franco o que no. Cuando nosotros estábamos allí ya nos olíamos que lo iban a enterrar en la basílica. Ahora, van a gastar muchísimo dinero en la exhumación... A mí eso me da igual. Lo que me trae intranquilo es la situación en Cataluña, los separatismos. Porque si se van los catalanes, después se irán los vascos y los gallegos". Ya ni siquiera odia a los que durante muchos años fueron sus carceleros. "No siento simpatía hacia los franquistas, pero rencor, tampoco. Si hubiese ganado la República, habría pasado lo mismo".

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