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La Bella Otero, pionera del 'fitness' y amante frustrada

El pontevedrés Tomás Abeigón relata como la reina de la "Belle Époque" fue una entusiasta seguidora del padre del culturismo

Tomás Abeigón sostiene una "mancuerna Sandow" junto a una fotografía del padre del culturismo moderno. Al fondo, una imagen de Agustina Otero Iglesias, la "Bella Otero". // Iñaki Abella

La Bella Otero rompió el corazón de muchos hombres, pero también a ella se lo destrozaron. Esta es una de las tesis del artículo de investigación presentado ayer en Valga por Tomás Abeigón (Pontevedra, 1969), que rastreó durante meses la relación entre Carolina Otero y Eugen Sandow, que está considerado como el padre de fisioculturismo moderno.

Abeigón descubrió también uno de los secretos de la Bella Otero para mantener su escultural cuerpo, y que no fue otro que la gimnasia. Carolina Otero, de hecho, tenía una rutina de ejercicios de tres días a la semana, en los que empleaba diferentes aparatos inventados por Sandow, como unas mancuernas con muelles en la barra central o el "Sandow Simmetrion", que consistía en un fajín de lona del que salía por su parte posterior un cable sujeto a unas poleas.

Tomás Abeigón es licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte por la Universidade de Vigo, y en 1996 se proclamó campeón de España de fisioculturismo. Llegó a ser juez del concurso de Mister Universo, y fue concejal del PP en la corporación de Pontevedra entre 2015 y 2019. Como articulista, ya ahondó en la poco conocida faceta como gimnasta y apasionado deportista del Premio Nobel de Medicina español, Santiago Ramón y Cajal.

Leyendo una biografía en inglés sobre Eugene Sandow encontró el nombre de la Bella Otero, y se le incendiaron los ojos. Tal y como confesó en la presentación del artículo de ayer en el Museo da Historia de Valga, ese libro, "fue la semilla de la investigación". Eso le llevaría después a hojear miles de páginas de periódicos de la época y de revistas especializadas, así como a sumergirse en los legajos de los archivos Diocesano de Santiago y del Reino de Galicia, o del Juzgado de Primera Instancia de Caldas que juzgó al joven zapatero que violó a la Bella Otero cuando era tan solo una niña de diez años.

El resultado de esta investigación es un trabajo apasionante en el que se entremezclan la prehistoria de lo que hoy se denomina "fitness", con teatros abarrotados de gente en París y Nueva York, desengaños amorosos y venganzas.

Tomás Abeigón inicia su relato con un rápido recorrido por la primera infancia de la Bella Otero. Agustina Otero Iglesias nació en una modestísima casa de San Miguel de Valga el 19 de diciembre de 1868. El padre no se hizo cargo de ella (Abeigón cree que fue un cura de la zona), y su madre se ganaba la vida recogiendo piñas y leña, que después vendía en las ferias.

La niña aprendió a leer y escribir y las cuatro reglas de las matemáticas en una escuela de Pontecesures. Tenía poco más de 10 años cuando un zapatero de Padrón, 15 años mayor que ella, llamado Venancio Romero, "Cocainas", la violó salvajemente en un monte. Una agresión que dejaría a la muchacha estéril.

Huye a Pontevedra

A los once años entró en un convento de Padrón. Pero Agustina Otero no estaba hecha para aquella vida, y a los 14 años huyó hacia Pontevedra en compañía de un joven escultor portugués.

Fue en la ciudad del Lérez, según el investigador, donde se produjo el bautismo artístico de la Bella Otero. Paseando una noche con el escultor por la zona de A Picheleira -hoy calle Princesa-, se sintió atraída por el jolgorio procedente del interior de una tasca. La pareja entró, y la adolescente de Valga asombró a todos con su belleza y su talento para el baile. El dueño del local la contrató y la rebautizó como "Carolina", que era como se llamaba su hija. En ese momento, Agustina dejaba de existir y nacía el mito.

Tomás Abeigón destaca de La Bella Otero que era una mujer inteligente, decidida, valiente, ambiciosa, y con una férrea fuerza de voluntad. Pontevedra era a finales del siglo XIX una de las ciudades más avanzadas del Norte de España, pero a la valguesa se le quedó pequeña, y emigró primero a Lisboa, atraída por la fama de los teatros de la capital portuguesa, y después a Barcelona, donde llegó con 20 años.

En Cataluña, engatusa a un banquero y gracias a él asciende en poco tiempo a los cielos. Llegó a París en vísperas de la Exposición Universal de 1889, y pronto se convertiría en la estrella de algunos de los escenarios más importante del mundo, como el Folies Bergére o el cabaré Moulin Rouge.

Ya era la Bella Otero, y el mundo se rendía a sus pies. Sus actuaciones eran multitudinarias, entre sus amantes se encontraban el príncipe Alberto de Mónaco, el zar Nicolás II de Rusia o el rey Leopoldo II de Bélgica, y empezaba a amasar una fortuna.

El secreto de su éxito residía en la misteriosa combinación de un talento innato para el baile y la representación, una personalidad arrolladora y un cuerpo de infarto. ¿Y cómo lograba mantener su belleza con el paso de los años? Para Abeigón, la clave está en que Agustina Otero practicaba gimnasia con asiduidad, hasta el extremo de que fue una de las primeras mujeres que se ejercitó con mancuernas y pesas. Fue, en ese sentido, una pionera, dado que entonces estaba mal visto que las mujeres hiciesen ese tipo de ejercicios físicos. De hecho, cuando en 1890 la arousana intentó recibir clases en un gimnasio de Nueva York la rechazaron, pues solo se admitían hombres.

Aparece Sandow

Todo cambió en 1893, cuando Otero se inscribe en un gimnasio de la ciudad de los rascacielos regentado por un afamado culturista que había sido compañero de Eugen Sandow. Este último ya era una leyenda en la época. Nacido en lo que hoy es Kaliningrado (Rusia) con el nombre oficial de Fredrick Mueller, se convirtió en el padre de la "cultura física". En los teatros exhibía sus portentosos músculos y asombraba a los espectadores rompiendo a la mitad una baraja entera de naipes o doblando barras de hierro. Acudían a verle más personas que al mago Harry Houdini, y algunas mujeres llegaban a pagar 300 dólares de la época solo por acceder a los camerinos de Sandow y poder acariciar sus músculos.

Además de fuerte y atractivo, el culturista era listo y puso los cimientos de una próspera industria gimnástica, con el desarrollo de aparatos innovadores para la época, como las mancuernas con muelles en su parte central. La Bella Otero conoció a Sandow y se enamoró inmediatamente de él. Pero no fue correspondida.

A la arousana no se le salía de la cabeza el apuesto culturista, y cuatro años después, en 1897, fue a verle al Alhambra Music Hall de Londres. Le invitó a cenar con ella y unos amigos, pero en realidad le había tendido una emboscada.

La Bella Otero recibió a solas a Sandow en su habitación de hotel, y durante horas intentó seducirle. Tomás Abeigón cuenta en su artículo que Carolina Otero se dio por vencida cuando tras invitar a Sandow a un champán francés, este le respondió que prefería tomar un vaso de leche.

Carolina Otero tardó cuatro años en intentarlo de nuevo. En 1901 le escribió una carta de su puño y letra, confesándole que en toda su vida solo se había enamorado de dos hombres: de un vecino de Valga, Ramón Touceda, por el que suspiró de niña; y ahora, de él. Sandow recibió la misiva, y como admiraba profundamente la carrera artística de la gallega, decidió confesarle por qué él no se sentía atraído por ella.

El investigador pontevedrés cuenta que Sandow le explicaba que llevaba una doble vida con un reputado pianista holandés (en Inglaterra, la homosexualidad se castigó con la pena de muerte hasta 1828), y que su matrimonio era por lo tanto solo una fachada. Pero la misiva no llegó a su destino.

La Bella Otero se había mudado de hotel, y la carta fue devuelta al remitente. Solo que en vez de Sandow, la abrió su mujer.

El culturista murió de sífilis en 1925, a los 58 años, y su viuda, abochornada por lo que había descubierto, quemó todas las pertenencias de su marido y lo enterró en una tumba sin nombre con el deseo de que fuese olvidado para siempre.

Para entonces, la Bella Otero ya había dejado el espectáculo. Se refugió en Montecarlo y Niza, en cuyos casinos derrochó su fortuna, y el 10 de abril de 1965 murió de un infarto de miocardio. Tenía 96 años.

Abeigón propone inmortalizar la relación de la valguesa con Sandow y el "fitness" poniéndole su nombre a algún gimnasio. Si ya hay calles, teatros y hoteles con el nombre de la Bella Otero, ¿por qué no dárselo a un templo del deporte?

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