Carlos Rodríguez Castro, el integrante de Gardacostas de Galicia que junto al grovense Javier Losada Carballo dedicó quince días de sus vacaciones a salvar vidas en el Mar Egeo, ya está en casa. Aunque este vecino de A Guarda vuelve tan preocupado por lo que ha presenciado que ya piensa en el momento de poder regresar para seguir realizando esta labor humanitaria.

Carlos Rodríguez conversa con algunos refugiados.

De la mano de la ONG Moas, Rodríguez confirma el drama del que ya hablaba Javier Losada a su regreso hace una semana. Y es que vio "el terror y el pánico" en los ojos de los niños que tratan "desesperadamente" de alcanzar tierra para salvar sus vidas. Como también lo vio en los de aquellos que se hacinan en unos campos de refugiados "que son como cárceles" y presentan "condiciones penosas".

Regresa, igualmente, alarmado por la falta de escrúpulos de las mafias, que tratan de hacer negocio a costa de la vida de "personas inocentes que quieren huir de la tragedia pero se adentran en una situación aún peor".

Carlor Rodríguez a punto de saltar al agua. // MOAS/Dale Gillett

"Se pagan entre 1.500 y 4.000 euros por persona para realizar el viaje, y hace una semana pude constatar que un chaleco salvavidas lo tenían que comprar a las mafias en Turquía por 50 euros; pero es que ahora les están cobrando 100 euros", exclama el guardacostas gallego.

5 voluntarios para 700 refugiados

  • Cuando se pide a Carlos Rodríguez que relate sus vivencias en el Mar Egeo durante la misión humanitaria totalmente voluntaria en la que ha participado junto al grovense Javier Losada, casi no sabe por dónde empezar. Recuerda, por ejemplo, uno de los días que visitó uno de los campos de refugiados acompañado de una colaboradora de la ONG Médicos sin Fronteras. “En mi visita anterior, solo un par de días antes, había alrededor de 500 refugiados dentro, pero esta vez ya eran 700”. Aquella misma mañana llegaban 35 refugiados más a la isla de Samos tras haber sido recogidos por un patrullero griego “que el día anterior ya había salvado a otros 55”. Al presenciar aquella escena comprobó también que “solo cinco voluntarios de Samos trabajaban dentro de aquel campo para atender a las 700 personas que habían llegado ya, pues las demás ONGs se negaban a trabajar en el interior porque no querían ser cooperantes en un campo cerrado, protestando de esta forma para forzar a las autoridades a que lo abrieran, como había estado siempre hasta que entró en vigor la nueva ley de fronteras cerradas”. En cualquier caso tanto él como otros cooperantes y/o voluntarios intentaron entrar en el campo “para ayudar a la gente más directamente, pero resultaba muy complicado porque teníamos que solicitar un permiso a las autoridades, rellenar múltiples documentos y esperar no se sabe cuantos días hasta que nos lo permitieran”. Una vez dentro, o incluso a través de la valla metálica exterior, “hablábamos con los adultos y los niños, les preguntábamos como estaban y si necesitaban algo, como agua, alimentos o productos similares bajábamos al pueblo para comprarlos a título particular y se los entregábamos”. Incluso llevaban chocolate y galletas para tratar de animar a los niños.