Ya no es como antes, pues los cerdos que se matan ahora no mueren entre gritos y muestras de sufrimiento mientras les clavan el cuchillo, sino que se les da un tiro de gracia para evitarles la lenta agonía. Aún así, una vez ejecutado el animal todo en la fiesta de la matanza de Valga celebrada ayer recordó aquellos tiempos ya perdidos en los que se reunían las familias y ayudaban algunos vecinos para hacer más rápido y eficaz el sacrificio de los marranos.

Se le clavó el cuchillo, ya muerto, para hacer que se desangrara y no se estropeara la carne, pero también para aprovechar esa misma sangre y elaborar con ellas las tradicionales filloas.

El patio del colegio Xesús Ferro Couselo reunió a decenas de personas que ayudaban, miraban, curioseaban, preguntaban o, simplemente, contemplaban la escena. Muchos querían recordar aquella faena en la que participaban siendo jóvenes e incluso niños. Otros pretendían descubrir qué se sentía al participar en una actividad así.

El procedimiento fue el habitual, pues después de matarlo le prendieron fuego, con mucho mimo y saber hacer, para quemarle los pelos y, al aplicarle calor, quitarle las pezuñas.

Después llegó el momento de lavarlo, y acto seguido los expertos en la materia abrieron al animal, cuidadosamente tendido en el banco de matanza.

Tras comprobar que el matarife le había propinado dos puñaladas certeras en el corazón se le quitó, junto al hígado, los riñones y demás órganos, además del unto, las tripas -con las que se elaboran las morcillas- y todo lo que el cerdo lleva en su interior.

Al completarse el vaciado hay que dejar colgado al animal -se hizo en el pabellón, a salvo de los moscones- antes de afrontar el minucioso proceso de despiezado o descuartizado.

Al tiempo que todo esto se llevaba a cabo, las mujeres, que para eso eran y siguen siendo las grandes expertas en la preparación de todo tipo de productos de la huerta y las cuadras, se dedicaban a elaborar las filloas de sangre y otras recetas tradicionales, como los "bolos do pote".

Así, en medio de un ajetreo permanente, y como manda la tradición apurando algún que otro chupito de aguardiente, transcurrió una mañana que llegó a su punto culminante con el almuerzo de confraternidad, en el que no faltaron la zorza, los callos y otros platos.

De este modo Valga escenificó una matanza que en realidad no se limitó al sacrificio de un cerdo, sino que trata de mantener viva una de las muchas tradiciones que con el paso de los años se han ido perdiendo en el rural gallego.