Una de las cuestiones que despertaba más expectación se convirtió en todo un ejercicio de precisión milimétrica. El proceso que escondía la salida desde la batea en el puerto vilanovés fue sinónimo de espectáculo. Todo un engranaje en el que se cohesionaron aspectos tales como la medición de las bicicletas, el paseo en barco y la rotación de las embarcaciones para ajustarse a un minutaje tan estricto.

El riguroso orden establecido por la organización fue cumplido a rajatabla. Los equipos se acomodaban a la espera de la llegada de la embarcación. Mientras una escuadra ya estaba en el mar, otras dos ya se encontraban en zona de embarque.

El tráfico portuario fue incesante durante casi dos horas. La pericia de los marineros que colaboraron en la labor de transporte facilitó todavía más las maniobras. El desembarco en la batea fue sucediéndose de manera matemática. Sin prisas. La exactitud fue tal que incluso dio lugar a motivos para el adorno, como los pétalos rosas que desde la proa las azafatas hacían caer sobre la lámina de agua.

Incluso las mareas no quisieron saltarse las pautas marcadas. La bisagra que unía la batea con la rampa que conducía a tierra fue mostrando menos oscilación a medida que pasaban los equipos por la superficie. La adherencia tampoco supuso ningún problema. El cristal laminado y los vinilos antideslizantes que poblaban la zona de salida no dejaron lugar a ningún pequeño incidente.

Tal fue la precisión en todo lo realizado que ni los ciclistas tuvieron motivo para alterar su extraordinaria concentración, si bien alguno reconocía lo novedoso de una experiencia nunca vivida anteriormente en sus carreras profesionales. La batea se convirtió así en un elemento que no distorsionó en el espectacular marco natural elegido.