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Antonio Irigoyen, maître y pastelero de mucho postín

Tras empezar de cero y aprender el oficio con buenos maestros, se hizo un nombre al frente de La Estrella de Viena (1)

Antonio Irigoyen Ruíz con su uniforme impoluto y gorro de chef. | // FAMILIA IRIGOYEN

Si los Irigoyen gozaron de una buena posición y fueron ricos en otro tiempo lejano, Antonio Irigoyen Ruíz no disfrutó en su niñez de una tesitura familiar desahogada, ni mucho menos. Por pura necesidad, él y sus hermanos tuvieron que ponerse a trabajar a temprana edad. A los 14 años, Antonio se buscó la vida en Francia; a los 8 años Isaac se convirtió en lazarillo de un ciego, y a los 10 años Juan empezó como botones en el hotel Ritz. Él perteneció a la férrea estirpe de los hombres hechos a sí mismos.

Los primeros pasos de Antonio se orientaron hacia Dijon y Marsella, según cuenta su hija Aurea. En ambas ciudades francesas encontró buenos maestros y aprendió pastelería con mucho aprovechamiento. Tres años después regresó a España dispuesto a ampliar su bagaje en un hotel de San Sebastián. Además de consolidarse como repostero, allí también se hizo maître.

Con una preparación tan completa pese a su juventud, recibió una oferta irresistible para trasladarse a Madrid y emplearse en el Gran Hotel Imperial. Él entendió que una oportunidad así no podía dejarla pasar, aunque supusiera otro salto considerable en su azarosa trayectoria.

El destino caprichoso se cruzó poco después en su camino errante, porque Irigoyen conoció en aquel hotel a Bernardo Ureta Domezain, -iniciador de la saga de los Ureta, ya contada en estas páginas- quien estaba afincado en Pontevedra y regentaba la antigua confitería Losada. Tras el fallecimiento de su propietaria, Aurelia Marzoa, el establecimiento acababa de pasar a nombre de Ureta, que era el socio industrial.

La formación pastelera de ambos en la escuela francesa enseguida despertó una mutua simpatía. A Bernardo también le gustó el talante emprendedor de Antonio. De modo que enseguida congeniaron y Ureta propuso unas condiciones ventajosas a Irigoyen para trasladarse a Pontevedra y aquí trabajaron juntos toda la década de los años 30.

La excelente relación entre ambos explicaría, en buena medida, la razón por la cual Ureta cedió a Irigoyen su pastelería cuando optó por una retirada prudente al finalizar la Guerra Civil. El Ayuntamiento autorizó el traspaso en julio de 1939, pero éste mantuvo algún tiempo el nombre de aquel como referente de la confitería, dado el prestigio alcanzado.

Un año y medio después, Manuel Vilela Pereira traspasó La Estrella de Viena a Antonio Irigoyen Ruíz, que abarcaba la panificadora central en la carretera de Vigo y tres despachos en la calle de la Oliva, la plaza del Ayuntamiento y la calle Peregrina. El arquitecto municipal, Emilio Quiroga, certificó las “excelentes condiciones” de aquellas instalaciones.

Irigoyen dató el acuerdo con Vilela a 30 de noviembre de 1940 al solicitar el permiso de la trasmisión al Ayuntamiento y, oficialmente, figuró como propietario y sucesor de aquel. Sin embargo, diversos testimonios acreditaron la existencia de un pacto reservado entre ambos, de forma que siempre actuaron como socios bien avenidos hasta el fallecimiento de Vilela.

Aurea María Irigoyen no solo confirma ahora aquel trabajo conjunto que vislumbró en su niñez, sino que está convencida de que su padre comenzó su deriva cuando faltó Vilela: este aportaba la cordura y el equilibro al emprendimiento y la imaginación de aquel. También Ernesto Solla Tobío -otro pastelero señero, ratificó la sociedad bien avenida Irigoyen-Vilela, puesto que empezó como aprendiz en La Estrella de Viena.

Irigoyen introdujo la pastelería en la panificadora de Vilela y el entronque entre ambas actividades resultó no solo fácil, sino también muy fructífero. Un anuncio de la época a color, resulta suficientemente explícito y refleja bien el poderío alcanzado por el negocio en poco tiempo:

“La Estrella de Viena, panadería y repostería. La Duquesita, pastelería en la plaza de la Peregrina. A. Irigoyen, despachos de pan en Real 6 y Oliva 26. Fábricas de chocolates, caramelos y bombones. Turrones, mazapanes y canastillas. Helados Frigman. Central en calle Peregrina 78”. (Allí está hoy la panadería Acuña).

Antonio reforzó todavía más su amor por la pastelería merced a su matrimonio con Leonor, hija de Elías López de la Torre, dueño de la confitería La Suiza, una de las más acreditadas de Vigo. Incluso llegó a compartir con su suegro en un barco de pesca, que acabó mal por su hundimiento sin disponer de un seguro.

Irigoyen acometió entre 1941 y 1944 una profunda remodelación de las instalaciones originales de La Estrella de Viena, con proyectos firmados por Emilio Quiroga y Enrique Álvarez-Sala. Aquellas obras explican el estado actual de su estructura interior, un tanto peculiar y no bien aprovechada.

El incendio de un horno en 1943 destruyó la nave y la maquinaria de la panificadora, y el fuego amenazó la casa de Vilela hacia la carretera de Vigo (donde ahora está la librería Cinania). El propietario gratificó con 250 pesetas la valerosa intervención del Cuerpo de Bomberos, que evitaron un desastre.

Irigoyen y Vilela superaron pronto aquel desgraciado suceso, y el segundo propició la construcción de una primera planta encima de la nueva nave como vivienda familiar del primero, con acceso por una rampa desde el lado izquierdo, tal y como se conserva actualmente. La familia Irigoyen abandonó entonces su domicilio en la plaza del Teucro para instalarse allí, donde echó raíces.

Ni que decir tiene que la pastelería de Irigoyen adquirió un gran prestigio durante toda la década de 1940. Hasta llegó a contar con un chocolatero suizo para garantizar la calidad del producto.

Por su lado, la panificadora hacia honor a la medalla de oro lograda en la Exposición de París en 1928. La Estrella de Viena fabricaba entonces sesenta clases de pan de lujo y corriente, “con una elaboración perfecta por medios mecánicos modernos e instalados con arreglo a la más escrupulosa higiene”.

Irigoyen aceptaba toda clases de encargos en tartas, timbales y empanadas para cualquier festejo o celebración. No hubo boda o bautizo de campanillas, que no contara con la exquisitez y variedad de de sus deliciosos productos. La fama pastelera de los hermanos Prieto, Ricardo, Pepe y Arturo, llegó más tarde y coincidió con el declive del imperio de Irigoyen.

La próxima semana contaremos la intrahistoria menuda de La Duquesita y La Estrella de Viena como pastelerías creadas por Irigoyen.

Una herencia muy afortunada

Antonio nunca quiso saber nada de un título nobiliario que podría corresponderle por su apellido Yrigoyen, luego derivado en Irigoyen. Su hijo José Luís recompuso antes de su muerte prematura parte del árbol genealógico para saber más de su historia familiar, dado el desinterés que siempre mostró su padre. Él decía que la nobleza de una persona dependía de su comportamiento, pero que no venía dada por un título, por muy real que fuera. José Luís hilvanó hasta siete generaciones familiares anteriores a su padre y estableció una hipótesis bastante fundada según la cual su antepasado Francisco de Yrigoyen Almorza habría recibido aquel favor del rey por su valerosa participación en las guerras carlistas. Sea como fuese, el apellido Irigoyen aportó a Antonio en 1939 una herencia poco menos que caída del cielo por parte de su tía Ángeles. Un documento firmado en la notaría de Luís Barrustre, en San Sebastián, fijó el reparto de su cuantiosa fortuna entre familiares directos, entre ellos Antonio. Una vez formalizada su recepción, el mismo notario certificó la venta de los bienes heredados por Antonio -entre ellos un piso ubicado en San Sebastián- al marido de la fallecida, Gastón Taffet Lassalle. Irigoyen se hizo rico o casi rico de la noche a la mañana y empleó parte o todo aquel dinero heredado en adquirir a Bernardo Ureta el traspaso de la pastelería de la calle Real donde trabajaron mano a mano durante la década de 1930. Algún tiempo después, también se puso al frente de La Estrella de Viena, nombre comercial del notable emporio panadero de Manuel Vilela Pereira, quien no tuvo descendencia para continuar el negocio y buscó un profesional fiable capaz de regentar su legado con buen tino. Ese socio fue Antonio.

La inopinada locura colombiana

Sin sopesar el riesgo de aquel viaje, ni decir una palabra a su familia, Antonio se lio la manta a la cabeza y de un día para otro se marchó a hacer las américas. Su mujer se enteró por el sastre de su marido, que llamó a casa para anunciar que llevaba los trajes encargados. En aquella aventura un tanto disparatada, Antonio embarcó a dos de sus hermanos, Amparo e Isaac, y entre todos los destinos posibles eligieron uno de los países más peligrosos del continente sudamericano: Colombia. Antonio llevaba en su maleta un contrato para preparar los comedores y las cocinas de un pequeño hotel en Bogotá, probablemente el Hotel Europa. Su hermano iba a trabajar allí como maître y su hermana como secretaria de dirección. Una vez cumplida su tarea, Antonio se desplazó a Cali y allí montó una confitería, que era lo suyo; o sea que fue de Guatemala a Guatepeor en cuanto a la peligrosidad del lugar, como enseguida comprobó. Una mañana cuando acudió para abrir la pastelería, encontró a un hombre ahorcado ante su puerta. Antonio entendió aquello como una señal de la providencia o quien sabe si como un aviso a navegantes por la reclamación de alguna mordida no pagada. El caso fue que no lo pensó dos veces, hizo rápidamente la maleta y regresó a Pontevedra. Los hermanos siguieron trabajando en Bogotá y después marcharon a Canadá, para finalmente cruzar de nuevo el charco e instalarse en Madrid. La aventura americana duró dos años, entre 1954 y 1956. Antonio volvió cargado de regalos, incluido un anillo de esmeralda de elaboración indígena; aunque trajo poco dinero, por no decir que ninguno. Pero lo peor fue que su cabeza no estaba bien, fallaba cada vez más y nunca volvería a ser el mismo.

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