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La Navarra, a unos vinos de cumplir los 100 años

Tras cuatro generaciones de los Ureta al frente, la histórica taberna se ha convertido por méritos propios en una institución señera de esta ciudad (Y 4)

Milagros Gúzman y Chema Ureta celebran en familia el 90 aniversario de La Navarra. // Foto Gustavo Santos.

José María Ureta Rodríguez, tercera generación familiar al frente de La Navarra, dejó el listón muy alto tras su muerte porque consiguió dos cosas fundamentales. No solo logró su consolidación en un tiempo nuevo de acusados cambios que acabó con otras antiguas tabernas. También encauzó su negocio hacia una clientela más joven, sin descuidar en absoluto a su clientela de toda la vida; una compaginación nada sencilla.

Además, el recordado Pepe Marí siempre creyó que los vinos sacan lo mejor de las personas, y por ese motivo atesoró un montó de amigos, que igualmente eran sus clientes más asiduos.

Cuando falleció a mediados de 2008, su mujer llevaba tres años jubilada. De modo que había empezado a familiarizarse en cierto modo con el día a día de La Navarra. Esa circunstancia hizo más fácil su adaptación para colaborar a su manera, estando sin estar.

Milagros Guzmán Barros ejerció como maestra durante unos cuantos años, siempre en colegios bastante remotos y alejados de Pontevedra. Primero anduvo por la montaña leonesa y luego estuvo en una aldea de Rodeiro, otro lugar extremo en esta provincia, que no tenía ni carretera. Su posterior traslado a O Cruceiro, lugar de la parroquia de Vilalonga, fue casi una bendición por su proximidad geográfica.

Curiosamente de aquel periplo suyo provienen los embutidos que acompañan los vinos de La Navarra: cecina, jamón, lomo, chorizo dulce y picante, todos provienen de León. Allí empezaron a comprarlos y desde allí siguen llegando a la taberna mediante sus proveedores habituales.

Por primera vez, una mujer comenzó a ocupar un lugar relevante en la historia de La Navarra, aunque ella optó siempre por una presencia velada. Doña Milagros es la discreción personificada y gusta de poner por delante a su hijo José María, el único varón entre cuatro chicas. Aquí cabría decir aquello de “blanco y en botella”, porque no pudo negarse a asumir dicho rol.

Por elección paterna y por consenso familiar, Chema representa desde entonces la cuarta generación de los Ureta al frente de la taberna, función que compatibiliza con su profesión de enólogo y su trabajo como director técnico de la bodega La Val, en Salvaterra do Miño. De ahí la importancia que ha tenido y sigue teniendo la presencia diaria de la matriarca echando una mano; una figura ya familiar para veteranos y jóvenes que frecuentan el local.

La matriarca Milagros Guzmán jugó un papel relevante en la consolidación del local tras lo relevos familiares

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Al trabajo diario en la taberna hay que sumar igualmente el papel indispensable que juega el fiel Rafa o Rafita Blanco, que se inició con Pepe Mari y suma unos cuantos trienios sirviendo vinos y chiquitas, amén de aguantar al personal más follonero.

Un cariño muy especial trasluce Milagros Guzmán a una responsabilidad adquirida de buen grado como guarda y custodia de los dietarios ya famosos que escribió en vida el primer José María Ureta, padre de su marido y por tanto su suegro. Esas viejas libretas reúnen innumerables anotaciones del quehacer diario de La Navarra durante treinta o cuarenta años.

Como depositaria familiar, ella no solo ha asumido su cuidado, sino que ha leído su contenido poco a poco, e incluso ha tomado algunas notas para mantener frescos ciertos detalles, aconteceres curiosos y quizá algún que otro secretillo de confesionario.

A juzgar por sus propios comentarios, los dietarios no contienen grandes revelaciones sobre eventos históricos, pero si tienen un singular interés sobre otras curiosidades más doméstica. Incluso podría afirmarse que sus reseñas y notas servirían como aportaciones valiosas para ayudar a construir una intrahistoria de esta ciudad en aquellos años de pre y post Guerra Civil.

Es decir, que si Pepe Mari se llevó a la tumba un rico anecdotario vivido en La Navarra mientras estuvo al frente, doña Milagros guarda como oro en paño los apuntes registrados por el primer José María Ureta sobre el quehacer diario pontevedrés, de puertas adentro y también de puertas afuera de la taberna.

Los hermanos Bernardo y Justo Ureta, fundadores de La Navarra, presumieron desde su apertura de ofrecer unos vinos “de superior calidad y pureza garantizada”. Aquella propaganda tenía una coda importante donde resaltaba que todos sus caldos gozaban de un doble análisis, en origen y en destino, por parte de los laboratorios municipales de Pamplona y Pontevedra, precisamente cuando la adulteración estaba muy extendida en España.

Por su doble condición de enólogo y regente de La Navarra, mantiene ahora José María Ureta Guzmán el cuidado debido sobre la calidad de los vinos allí servidos, en esta nueva era del bag-in-box; o sea los envases de cartón que han sustituido al barril de toda la vida para la venta a granel.

El último reconocimiento popular que recibió La Navarra corrió a cargo de Maravallada en 2015, que puso el foco sobre doña Milagros, a pesar de su reconocida modestia

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Este moderno recipiente nunca resultó bien visto por tabernarios y chiquiteros. No obstante, va abriéndose camino poco a poco por sus correctas prestaciones para el traslado y la conservación de los caldos. Eso certifica Chema, que predica con el ejemplo sin levantar suspicacias ni perder clientes.

El último reconocimiento popular que recibió La Navarra corrió a cargo de Maravallada en 2015, que puso el foco sobre doña Milagros, a pesar de su reconocida modestia. La asociación cultural premió su apoyo incondicional a los cantos de taberna que interpretan sus componentes. Ella recordó entonces cuando dormía a sus hijos con la música de fondo de La Navarra y también de La Dirección General, que estaba dos casas antes.

Igualmente, la taberna festejó en 2016 la efeméride de su noventa cumpleaños con una invitación a su parroquia, tal y como hizo Pepe Mari con otros aniversarios redondos.

Alguna época pasada fue mejor que esta para La Navarra a efectos pecuniarios por motivos obvios. Su rentabilidad no es la misma, según admiten sus propietarios, pero todavía se defiende mal que bien. Solo un cataclismo imprevisible podría evitar que se convierta en centenaria cuando empiece el año 2025, un sueño que la matriarca espera disfrutar en familia.

La Navarra es hoy la taberna más antigua de esta ciudad; la única que ha estado siempre a cargo de la misma familia Ureta a través de cuatro generaciones, y la única que nunca cerró sus puertas durante los noventa y seis años transcurridos desde su lejana apertura en 1925. Por esas y otras razones, La Navarra se ha convertido en una institución viva y señera de Pontevedra.

El desgarro sufrido al perder sus reservados

Antes de su prematuro fallecimiento, a Pepe Mari le tocó sufrir por razón de vecindad de la taberna aquel molesto fenómeno de la movida nocturna en el caso viejo pontevedrés, que tanta polvareda levantó durante bastante tiempo. La calle Charino, a donde daba la trasera de La Navarra, se convirtió en uno de los puntos más bulliciosos y conflictivos de unas noches locas, que duraron más de lo debido. Él se mostró al respecto más comprensivo que beligerante, y abogó por una solución consensuada que estableciese un punto de encuentro entre el derecho al descanso y el derecho a la diversión. Como habitualmente la taberna no cerraba más tarde de las doce de la noche, nunca se sintió muy afectada. Sin embargo, la movida nocturna le causó a la postre un duro quebranto, aunque de forma indirecta o colateral. El local principal de La Navarra con entrada por la calle Princesa ya pertenecía a la familia, puesto que su padre había formalizado la compra en vida. Pero el local anexo, con acceso por la calle Charino, seguía ocupado en régimen de alquiler muy antiguo, y su propietario quiso aprovechar la oportunidad de sacarle un mayor rendimiento: o una subida notable o un puro y duro desalojo para darle una nueva vida como pub, tras la reforma consiguiente. El tercer José María Ureta, hijo de Pepe Mari, cargó con aquella incómoda negociación, y todavía hoy guarda un recuerdo muy desagradable de las conversaciones mantenidas. El entendimiento resultó imposible. Ese abrupto desacuerdo significó para La Navarra la pérdida irremediable de sus entrañables reservados, uno a la derecha y otro a la izquierda, que tanta enjundia dieron a la taberna a lo largo de su historia. Allí se bebió, se habló y se cantó mucho en franca camaradería. Por otra parte, aquellas zonas discretas de paredes forradas en vetusta madera fueron especialmente codiciadas entre finales de los años 60 y principios de los años 70 por las pandillas más jóvenes de chicas y chicos, que irrumpieron con tanta fuerza en el gusto por compartir los vinos y las pasas; toda una modernidad hasta entonces impensable en su componente femenina. Muchos de aquellos mozalbetes aún recuerdan como si fuera ayer cuando empezaron a “ir de vinos” y los reservados de La Navarra se convirtieron en uno de sus lugares predilectos. Pepe Mari acogió con los brazos abiertos a la nueva clientela, pero se cuidó mucho de que nadie se confundiera de lugar. Es decir, que los reservados eran para lo que eran y no para otras cosas. Los arrumacos y las carantoñas subidas de tono allí dentro, a resguardo de miradas indiscretas “molestábanlle máis que moito a Pepe Mari”, aseguran hoy algunos de sus habituales inquilinos. Y si hacía falta llamar la atención o incluso sacar alguna tarjeta, no dudaba en imponer su autoridad con firmeza. Aquel desgajo tan doloroso de unos reservados históricos y consustanciales con La Navarra, motivó una readaptación del fondo del local para convertir todo su interior en un lugar más coral, de mesas corridas en algunos casos, a compartir en franca camaradería, como siempre fue.

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