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Esclavos pontevedreses en Argel

La obra “Moros en la costa” de Juan Juega y Pilar Rosales profundiza en el impacto de la piratería berberisca, que asoló las costas gallegas e hizo cautivos a decenas de vecinos

Monjes mercedarios rescatando cautivos (Wolfgang Kaiser, s.XVII). De “Le Commerce des Captifs”. | // G.S.

Los corsarios mediterráneos “fueron una calamidad endémica desde que, a mediados del siglo VII, el Mare Nostrum se convirtió en una frontera entre la civilización cristiana y musulmana, pero desde mediados del siglo XV este fenómeno adquiere un nueva dimensión en el contexto de la rivalidad turco-española por el control del norte de África”, explica la profesora Pilar Rosales, que con el fallecido historiador pontevedrés Juan Juega Puig firma la obra “Moros en la costa”, una visión radicalmente actualizada sobre un tema tan poco tratado en la historiografía como la piratería berberisca en el Atlántico.

Juan Juega investigó exhaustivamente las rutas ligadas al comercio de la sal, vino y sardinas. Fue autor de una obra canónica sobre el comercio marítimo en Galicia en los siglos XV y XVI; y en varias de sus notas apuntaba a interrogantes que se resuelven en el nuevo libro. La profesora accedió a los libros sobre cautivos reunidos en la Biblioteca Nacional, una documentación sobre la que trabajó los últimos 3 años y que se hace pública por primera vez en la obra.

Pilar Rosales recuerda que durante el siglo XVI “los corsarios que arribaron al noroeste peninsular eran de origen francés, inglés u holandés, dependiendo de los conflictos en curso”, de modo que la piratería turco-berberisca que traumatizaría a poblaciones como Cangas “apenas tuvo presencia en las costas del noroeste hasta el siglo XVII”.

El escenario cambia radicalmente cuando Felipe II impulsa la lucha contra el imperio turco y sus aliados, una política que acabaría por tener un reflejo en Galicia. De hecho, “Pontevedra y sus mareantes jugaron un papel protagonista de los acontecimientos bélicos anteriores a la victoria de Lepanto”, señala Pilar Rosales.

En 1566 Galicia se convertía en uno de los centros logísticos de la armada que se preparaba para invadir Argel, principal regencia otomana, y la Boa Vila puso al servicio de esta empresa su actividad pesquera y comercial. “La ría y los peiraos pontevedreses acogieron todo tipo de navíos donde embarcar las toneladas de vituallas que se enviaban a través de distintas expediciones con destino a los puertos andaluces, desde donde debían ser transportadas al sur de Italia, cuartel general del ejército español”, señala Pilar Rosales.

Uno de estos convoyes se encargaba del envío del vino y otros pertrechos. Lo integraban, indica la coautora de “Moros en la costa”, un total de 21 chalupas tripuladas por los marineros de la villa que esperaban regresar a sus pesquerías a tiempo para la campaña del cerco, pero a los que la mala fortuna había reservado una suerte bien distinta.

Y es que “cuando ya se encontraba en la travesía del estrecho de Gibraltar”, destaca la autora, “fueron apresados por una escuadra berberisca, comenzando de este modo un periodo de cautiverio que duraría dos años, en el mejor de los casos, hasta que la Corona hiciera efectivo el pago de los rescates en el puerto de Tetuán”.

En el Mediterráneo tanto musulmanes como cristianos practicaron la piratería bajo el pretexto, explica la profesora, de la guerra santa, enfocándola como una derivación de la lucha secular entre es islam y la Europa cristiana. “Este carácter de cruzada lo distingue del corso que enfrentaba a los países europeos, ya que la consideración del enemigo como infiel justificaba la validez de todas las presas y la cautividad de las víctimas”, recuerda.

Como resultado, se generó un intenso tráfico de esclavos, ya que en calidad de infieles los prisioneros podían ser objeto de compraventa. No es que los corsarios ingleses fuesen menos violentos (de hecho sus acciones se vieron revalidadas por la ruptura religiosa con los papistas) sino que tras cada ataque “los vecinos solían quedar libres, si bien desvalijados”, explican los autores en la obra. Por el contrario, los piratas berberiscos “apresaban bienes y personas, dando validez a todas las presas, lo que redundó en el abandono de las zonas más expuestas de la costa” a comienzos del XVII.

Los cristianos capturados por estos piratas, caso de los 120 marineros procedentes del puerto de Pontevedra, eran llevados a alguno de los puertos de la Berbería, nombre con el que conocía en la época a las costas de Libia, Marruecos, Túnez y Argelia, el actual Magreb. El gobernador de la ciudad “se quedaba con una octava parte de los mejores cautivos en concepto de tributo”.

Asimismo, los capitanes de los navíos piratas se reservaban una parte y “el resto de los apresados se subastaba al mejor postor, siendo adquiridos por particulares, musulmanes o judíos”, indican. Todos ellos se convertían en “cautivos de rescate, empleados generalmente en el servicio doméstico hasta su redención, suerte menos desgraciada que la de los cautivos de la comunidad”.

Se trata de los que no habían tenido comprador y a los que se destinaba durante toda su vida “a realizar los trabajos más duros, como la boga de las galeras, la construcción naval o las obras públicas, sin posibilidades de ser liberados”.

Las únicas opciones para superar la condición de esclavos eran la huida (duramente castigada), renunciar a la fe cristiana y continuar viviendo en el Magreb, o el rescate, “que implicaba el pago de sumas de dinero de las que la mayoría de los cautivos no disponía”, indican los autores.

Lo certifica el escribano pontevedrés Fernán Trigo al dar cuenta en mayo de 1567 de la situación económica de los mareantes apresados. De los 84 procedentes de Pontevedra (otros 20 eran de Baiona, 15 de Muros y 1 de A Coruña) un total de 44 carecían de bienes. Con estos insolventes “encontramos otros propietarios de un patrimonio medio e, incluso, elevado”, explican, caso del almirante de la flota.

Era el pontevedrés Pedro de Oubiña, que poseía propiedades por valor de 2.000 ducados. “Su familia y las de otros dos cautivos se obligan por valor de 3.000 ducados para pagar su rescate”, destacan los autores de “Moros en la Costa”, que inciden en que “tampoco son nada desdeñables los 2.000 ducados destinados a la liberación de los tres hermanos Núñez”.

Estos cautivos pudientes tenían opciones a ser liberados más rapidamente, pero lo habitual era que los rescates “tardasen varios años en formalizarse y dejasen en la indigencia a sus familias”, explican los autores, “las propiedades y herencias resultaban un magnífico expediente para afrontar estas negociaciones, pero cuando no había de qué echar manos, los deudos de los cautivos se veían obligados a recurrir a la mendicidad para socorrerlos”.

La obra refleja el caso de extrema necesidad de Ana de Soto, vecina del arrabal marinero de la Boa Vila y mujer de Martín Blanco, cautivo en Argel desde hacía 8 años, que solicita autorización para pedir limosna “entre los buenos cristianos… para ello hize información de pobreza y de cómo esta cautibo el dicho mi marido…”

Otra vía para agilizar los rescates de los marineros de Pontevedra fue la mediación de mercaderes, muchos de los cuales (como los valencianos que gestionaron la redención de Baltasar González y otros seis compañeros de la Boa Vila) hacían galas de prácticas tan abusivas como los piratas y obtenían pingües beneficios.

En mayo de 1568 todavía permanecían en Argel 84 marineros pobres apresados en el convoy pontevedrés; y en 1617 el padre Gerónimo de Azabuya, enviado para consolar a los cautivos, aseguraba que los cristianos esclavizados en Argel eran “más de 5.000”, refiriéndose exclusivamente a los españoles, un relato de sufrimiento y costes en vidas humanas(solo del cargamento captitalino murieron 8 tripulantes) al que los investigadores arrojan ahora nueva luz y perspectivas.

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