El paseo por excelencia de antaño en Pontevedra durante las tardes soleadas de primavera y otoño, tenía como escenario la carretera de Marín, entre Mollavao y Lourizán, según nuestros antiguos cronistas. Cuando llegaba el verano y el sol pegaba fuerte, de forma natural el paseo se trasladaba a la Alameda, bajo un arbolado muy frondoso y abovedado, que no dejaba pasar un solo rayo y proporcionaba un agradable frescor vespertino.

Sobre el transcurrir del primer paseo, cerca del trazado del tranvía a vapor hasta Marín, no existen referencias precisas, salvo reflejar su existencia. Pero no resulta difícil imaginar una estampa más o menos idílica de plácido asueto, con la espléndida vista panorámica sobre la Ría desde cualquier lugar de su trazado costero. Ningún obstáculo urbano estropeaba la magnífica visión.

Por el contrario, la literatura sobre el segundo paseo resulta profusa, pero también repetitiva. Con la Alameda como escenario, tanto el paseo de moda, como el paseo-concierto o el paseo a secas, sus tres versiones, hicieron correr ríos de tinta, insistiendo una y otra vez en su discurrir clasista, cada cuál por su andén, pero sin aportar otros detalles más ilustrativos.

El gran cronista de la Alameda sobre su configuración original de finales del siglo XIX y principios del XX, no fue otro que Prudencio Landín Tobío. Él escudriñó las actas municipales y acopió las referencias periodísticas sobre el devenir de aquel recinto en construcción, con la ventaja añadida de conocer o vivir en primera persona muchas de las situaciones descritas.

Landín levantó acta del clasismo imperante en aquel paseo de la Alameda; por otra parte, fiel reflejo del ambiente social la propia ciudad y su equidistancia vecinal. En cambio, nunca precisó con meridiana claridad la composición ambiental de cada uno de sus cuatro carriles.

De mi viejo carnet, un poco la biblia del pontevedresismo, habló de un primer carril ocupado por la masa, niñeras y chicas de servir con sus respectivos acompañantes, donde las primeras bandas de música tocaban formando un semicírculo al ras del suelo, cuando todavía no existía el palco. También reflejó un segundo carril animado por las modistillas, muchas de las cuales destacaban por su gusto en el vestir. Y retrató un tercer andén con el señorío local; lo más granado de las familias pontevedresas. Pero a Landín le faltó hablar del cuarto andén, y bien sumarlo o bien entrelazarlo con alguno de los otros tres.

Como luego todos o casi todos los cronistas pontevedreses que fueron y que son, bebieron de aquella misma fuente, pues todos ellos dejaron en el aire una ubicación precisa de los respectivos paseantes entre los cuatro carriles separados por hileras de árboles, bancos de piedra y canaletas terrestres, diseño marca de la casa del gran arquitecto Alejandro Rodríguez Sesmero.

Hipólito de Sa en los recuerdos de su niñez -una década o dos posterior a Landín- situó a los artesanos en el segundo carril y reservó los dos de la parte derecha a los señoritos; o sea con derechos dobles, incluido el disfrute casi exclusivo de los primeros cafés allí instalados.

Quizá Manuel Blanco Tobío, el gran periodista mundano nacido en Lérez, fue el único que asignó un grupo social a cada andén, aunque de forma un tanto sui géneris. A saber: uno, gallofa; dos, clases pasivas; tres, clase media, y cuatro, aristocracia, con música para todos desde el palco. “Nadie tenía prisa por saltar de andén -decía-; todos estábamos bien instalados en el nuestro”.

A finales del siglo XIX, ningún programa de fiestas que se preciara en Galicia dejaba de incluir día y hora de un “paseo de moda”, que era uno o dos grados más altos que el paseo normal. De su propia denominación se desprende qué a aquellos elegantes paseos, la gente acudía de punta en blanco, todos bien arreglados y, preferentemente, a lucir trajes o prendas de estreno.

Tiempo más tarde, Rafael Landín Carrasco, hijo de don Prudencio, relacionó la celebración del paseo de moda del tout Pontevedra, según su expresión, con la salida de misa de doce del domingo en Santa María. Es decir, endomingados caballeros y damas envestidas con sus mejores trapitos por el carril asignado. “Un dato que desmiente la tesis de que Pontevedra siempre fue muy democrática”, según recalcó Landín con indisimulada maldad.

Desde principios del siglo XX, el paseo en invierno buscó cobijo en los Soportales, cuando aquí empezaba a llover en octubre y no paraba hasta mayo. Entonces la gente se guarneció de la lluvia y del frio en aquel lugar acogedor, que registraba una gran actividad comercial: el ultramarinos de Beledo; La Moda Ideal; la relojería de Arturo Rey; el café Méndez Núñez, de Anselmo Martín; la joyería de Ramón Ruibal; la juguetería Simán; la pañería de Crespo y Pedrosa; los ultramarinos finos de Arturo Carrillo y el toque glamuroso de La Mesón Blanche, la camisería de Maximino Agra, y otros locales varios.

Entre todos aquellos comercios, los escaparates de La Moda Ideal fueron el lugar predilecto de muchos mozalbetes para sentarse en sus batientes exteriores a ver pasar las chicas y decirles picardías.

Hipólito de Sa contó en su libro memorialista qué para sacarse de encima aquellos okupas ocasionales, el popular comercio prácticó el sistema de echar agua a los escaparates de vez en cuando para que los chavales no pudieran instalarse allí media tarde. Existía además el riesgo de ruptura de las lunas por un golpe accidental, que ciertamente llegó a producirse en alguna ocasión.

El paseo de los Soportales parece que tuvo dos modalidades: una familiar, los domingos por la mañana, y otra variopinta por las tardes entre semana tras el cierre de los comercios para no obstaculizar su actividad febril.

Cuando los pontevedreses empezaron a sentirse allí demasiado constreñidos, el paseo saltó a la calle del Chocolate y, más tarde, se trasladó a la Oliva. Esos dos paseos contaremos la próxima semana.

Los primeros guardias o lamederos

Cuando la Alameda empezó a adquirir carta de naturaleza como lugar de esparcimiento de los pontevedreses, y dejó de ser pasto de animales varios en régimen de semilibertad, u objetivo habitual de leñadores ocasionales que talaban el arbolado salvaje, una corporación municipal adoptó con buen criterio el acuerdo de contratar un guarda para su vigilancia y cuidado. Prudencio Landín escribió con conocimiento de causa que “lamederos” o “alamederos” fue la denominación popular de aquellos vigilantes pioneros. Es decir, los antepasados de “Patoso” y “Matagusanos”, guardias igualmente legendarios en las décadas de 1950 y 1960 que trataron de imponer su ley en todo el territorio de Las Palmeras. Baltasar Varela pasó por ser el guardia más antiguo de la Alameda, con una gratificación de cuatro reales diarios, luego subida a cinco, pero con un trabajo mayor también en sus alrededores. Varela desempeñó esa función casi durante un cuarto de siglo y cuando dejó el puesto vacante hubo varios aspirantes, señal inequívoca de que no era tan mal oficio. El Concello se decantó por nombrar como sustituto a Joaquín Fernández, con una peseta diaria como asignación. El propio don Prudencio conoció al vigilante y dio testimonio de su labor, no pocas veces ingrata, a causa de las continuas exigencias de los paseantes más recalcitrantes y tiquismiquis, quienes se creían poco menos que la Alameda era de su exclusiva propiedad. Según Landín, algunos estaban a la que saltaba, para requerir de inmediato la intervención del sufrido guardia, que era un bendito y soportaba con paciencia infinita los requerimientos de mayores y chicos.

La gamberrada de los saltarines

El campo de juego de Sabino Torres durante su infancia no fue otro que la Alameda y Las Palmeras. Allí encontraba todo lo que podía desear su conocida pandilla “da rúa Nova”, sin necesidad de ir mucho más lejos. Pero al comenzar a vivir la pubertad con plenitud y sin cortapisa alguna, este hijo predilecto y referente obligado de aquella Pontevedra pequeña y apacible de los años 40, ensanchó su radio de actuación: “cambiei os camiños, nos que as rapazas tiñan algo que decir”, según propia confesión. Así llegó el inolvidable Sabino a descubrir la esencia misma del paseo de los Soportales en pleno apogeo, arriba y abajo una y otra vez. Entre las incontables gamberradas que conoció o vivió de cerca en aquel pétreo lugar, dejó huella en su excelente memoria una anécdota protagonizada por la “pandilla de los locos”, que contó con su gracia habitual. Entre los supuestos chiflados, porqué eran en verdad una gente rarita en su comportamiento social, estaban Virgilio Novoa, Pepe Ferradas, Toño Búa, Cidrón y Ramón Míguez, este último todavía no apodado como “el brujo”, luego gran médico especialista en soriasis y otras enfermedades de la piel. Todo el grupo andaba a la carrera en fila por los Soportales y cada vez que llegaban al final, se paraban en seco y acompasadamente daban un gran salto sobre sí mismos de 180 grados para dar la vuelta y volver a empezar. A Sabino le faltó tiempo para acompañarlos y hacer lo mismo que ellos, hasta que un día preguntó la razón de aquel peculiar giro. “¿Para que va a ser?; para no pisarnos el rabo”, le respondió “el brujo” con la mayor naturalidad y sin dejar de saltar.