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Trabajadores con una Misión

Científicos y operarios anónimos han hecho posible un siglo de ciencia desde Pontevedra

Trabajadores de la Misión Biológica durante una siembra/ Armando Ordás/ CSIC

Excesiva y escrupulosa severidad, también aspereza, dureza o acrimonia en el trato. El rigor tiene mala fama; se olvida con frecuencia que su definición también incluye la intensidad, la propiedad y la precisión. De todo ello había en don Justo Domínguez Rodríguez, uno de los científicos más decisivos en la historia de la Misión Biológica, que este mes cumple un siglo.

La historia más conocida del centro de investigación se relaciona con su primera etapa, encabezada por Cruz Gallástegui. Tras su arranque en Santiago, ocupó primero la finca La Tablada en Campolongo y, posteriormente se trasladaría a su sede hasta la actualidad, el Pazo de Gandarón en Salcedo.

Tareas de labrado y siembra en la finca de la institución científica/ Amando Ordás/ CSIC /

Es muy conocido también el decisivo papel que tuvo en esos años la Misión para el desarrollo del campo gallego, de modo que en el centenario de la institución este repaso urgente se detiene menos en esa etapa dorada, que lo fue “también probablemente porque no había laboratorios semejantes, de modo que por pequeños que fuesen los avances, eran muy novedosos”, explica el biólogo Antón Masa.

Éste trabajó durante más de 40 años en el centro dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Llegó en 1973 y apenas coincidió con nuestro protagonista, aunque es uno de los científicos y trabajadores que traslada a FARO la profunda huella que don Justo, como le llamaban sus colaboradores, dejó en ellos.

Tras los grandes avances de la generación de Cruz Gallástegui, Bóveda u Odriozola, la institución científica experimenta una fuerte caída y se teme su desaparición

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Tras los grandes avances de la generación de Cruz Gallástegui, Bóveda u Odriozola, a partir de los años 50 la Misión experimenta una fuerte caída y se teme su desaparición. Según las fuentes, se apunta al control de la institución por parte de algunas familias y a irregularidades contables (se deducen ventas de materiales de la finca y de los escasos nacimientos en las piaras que también se hacía con los animales) tras la muerte del primer director.

El Pazo de Gandarón, sede de la Misión Biológica, en 1928/ Armando Ordás/ CSIC

Pues a Justo Domínguez Rodríguez se le encarga poner orden en todo este descontrol. Y eso que no le interesaba el tema. Hermano del fundador del hospital Domínguez, era un científico reputado: hizo una primera tesis en Santiago sobre el cornezuelo, empleado por su relevancia médica; y siguió ahondando en los alcaloides, esta vez opiáceos, en la Universidad de Oxford, donde formó parte del equipo del Nobel sir Robert Robinson.

“Llega aquí con un gran bagaje”, recuerdan sus ex colaboradores, “pero muy limitado porque tuvo que hacer frente a tareas de gestión”. La primera instrucción del CSIC era poner coto, así que don Justo establece una férrea disciplina “y lo controla todo, del correo a la entrada de revistas científicas, todo pasa por dirección”.

Pocas horas después de descarrilar el tren se recibió un telegrama en la Misión Biológica: "Don Justo, los cerdos bien. Yo también"

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En ese momento había cuatro líneas de investigación, la de maíces, la más importante tradicionalmente en la Misión Biológica, con un solo técnico de laboratorio, así que a don Justo no le queda otra que aprender genética de maíz.

Armando Ordás, que retomó la mejora genética del maíz, Daniel de la Sota, clave para que la institución se asentase en Pontevedra, o el gran mecenas Juan López Suárez, son nombres que no deberían faltar en este repaso conmemorativo para celebrar 100 años de ciencia desde Pontevedra.

Plano de la finca del Pazo de Gandarón a finales de los años veinte/ Armando Ordás/ CSIC

Con los científicos, decenas de trabajadores anónimos han apuntalado este siglo de avances. Preparación de la tierra, siembras, injertos, cuidado de los animales... “El papel del personal no científico es clave”, recuerda Antón Masa, “se ningunea; pero lo cierto es que si no fuese porque estos profesionales están muy bien formados, y por su entrega, la labor de la Misión habría sido imposible”.

Lo reafirma Armando Ordás, uno de los profesionales formados en Estados Unidos a los que reclutó don Justo: “Es como un ejército, se necesita un general pero también soldados. Los generales serían los científicos, pero sin técnicos de laboratorio y de campo nada saldría adelante”.

Uno de los ejemplares de la piara de la Misión Biológica, una de cuyas líneas de trabajo era la selección genética de los certos de raza large white/ Armando Ordás/ CSIC

Uno de esos trabajadores protagonizó la anécdota con la que se despide este acercamiento. Se le había encargado trasladar una piara para su venta y el tren que transportaba los animales, los apreciados large white que se criaban en la finca, descarriló. Unas horas después se recibió un telegrama en la Misión: “Don Justo, los cerdos bien. Yo también”.

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