-El nivel de contaminación en las principales ciudades europeas desaconseja el uso del coche. ¿Es la consecuencia de una política ambiental inapropiada?
-Desde hace 30 años que se firmó el protocolo de Kioto, con indicadores de contaminación muy fuerte, se ha avanzado muy poco. Hay una falta de concienciación muy fuerte. Deconstruir un modelo de ciudad que responde a muchos intereses industriales no es fácil. La gente se acostumbra a un concepto de confort y no quiere renunciar.
-El modelo urbanístico de una ciudad lo deciden sus políticos...
-Y en eso Pontevedra también es un ejemplo. Cambiar el modelo es un proceso arduo en el que hay que convencer a mucha gente y los políticos se mueven en mandatos de entre 4 y 6 años, insuficientes para cambiar elementos profundos. Las medidas que hay que tomar son impopulares. En París, cundo se eliminó la autopista al lado del Sena para devolver ese espacio a los ciudadanos hubo muchas protestas. Es necesario que el político sea muy firme y tenga muy claro el concepto. Su coraje se desinfla frente a la impopularidad de las medidas que tiene que adoptar y que tienen un coste electoral alto, y eso hace que muchas ciudades no avancen.
-¿Por qué cuesta imaginar la movilidad sin el coche particular?
-El coche es una herencia. Es un símbolo de estatus social y no deja de tener un cariz incluso machista. Se puede viajar en transporte público, dejando de verlo como un diferenciador social. Hay que entender que hoy ya no viaja en autobús el pobre y el rico es quien va en su propio coche. Estamos hablando de reducir los índices de contaminación y en ese concepto cuesta integrarlo, sobre todo porque es lesivo para determinados sectores industriales.
-¿Qué es lo que no debería de faltar en una ciudad?
-Los desafíos urbanos a los que no deberíamos renunciar son las zonas de sombra, de agua y de aire. En Pontevedra los tienen todos. Es una ciudad que ha eliminado las movilidades inútiles.