La invasión rusa rebatió lo que Andrii pensaba aún el día antes de que estallara: “Estuve hablando con mi madre y le dije: no creo que pase nada, estamos en el siglo XXI, no va a haber una guerra. No me lo creía y es lo que sucedió”, recuerda este joven, que ya experimentó en 2015 el horror de la violencia.
En su ciudad, Mariupol, en la región del Donetsk, una zona en conflicto del este de Ucrania, vio cómo los misiles caían a 100 metros de casa. Era el 24 de marzo de 2015. “Si te digo que tuve mucho miedo no te digo nada”, rememora. Junto a su madre y a su hermano nueve años menor hallaron refugio en España.
Con esa historia personal, no lo dudó cuando, el jueves de la semana pasada, se despertó y vio que Rusia había iniciado el ataque. A las 6 de la mañana del 24 de febrero, día 1 de la agresión, escribió un mensaje a su novia, Vita, instándola a que viniera ya. Ahora están juntos en Ourense, después de que la joven tuviera que hacer un largo y complicado viaje.
El viernes 25, a las 11 de la mañana, consiguió subirse a un autobús en dirección a la frontera con Polonia. Tardaron 24 horas para hacer un viaje que normalmente lleva 7. Desde el vehículo pudo ver al ejército del país preparándose para lo que se cernía. El último tramo hubo que recorrerlo a pie: 40 kilómetros a -2º. Cuando llegó a la frontera había más de 2.000 personas a la espera y la situación era caótica.
Tras pasar la noche logró cruzar. Con la ayuda de un joven polaco que se ofreció a trasladar gratis a los refugiados, voló a Francia y, desde ahí, a Oporto, donde Andrii la recogió. Ahora está en Ourense, con el alma encogida a 3.500 kilómetros del lugar en el que sufren su familia y su país.