El sillón donde Pepe Gil pasaba las tardes está vacío. Sus chascarrillos con retranca gallega, desde lo alto de una terraza, en su casa de Solveira (Paderne de Allariz) se apagaron. Su mujer Resurrección Tesouro y su hija Mila Gil señalan el sofá donde pasaba las breves horas de sol en invierno: “Se sentaba aquí en este sofá y ahí al lado tiene una cocina, de las de antes, que hacía que el salón estuviera caliente como en verano y ahí pasaba las tardes”.

Fuera de la casa, también tenía un espacio privilegiado. Una terraza que era un mirador. “Cuando salía el sol siempre se sentaba en este banco y veía a la gente pasar por la calle y le hablaba. Él era social y el que venía a casa nunca le faltaba servicio, siempre tenía algo para el que venía a su casa”.

"El médico nos dijo que una asistenta había dado positivo y que nos venían a hacer la prueba"

Pepe Gil se contagió tras el positivo de una asistenta que le ayudaba en sus quehaceres diarios. Su mujer, Resurrección, recuerda que “el tenía un dolor de dientes y el médico de cabecera le dio un antibiótico y también le dije que, como tenía un poco de flemas, pues que me diera un antibiótico. Entonces me dijo que no, que iban a venir a hacernos la prueba del virus y le contesté que nosotros no salíamos a ningún lado que no lo teníamos, pero él ya sabía que una asistenta había dado positivo por otro señor que había fallecido de coronavirus”.

Mila Gil y Resurrección Tesouro con las fotos en recuerdo de Pepe Gil en la terraza de su casa. //BRAIS LORENZO

Tras dar positivo, Pepe y Resurrección pasaron los 14 días en casa y les dieron el alta. Mila Gil, una de sus hijas, tenía muy poca carga vírica: “Yo vivo con ellos, pero tomé todas las precauciones posibles y estuve con mascarilla todos los días por miedo a contagiarlos”. Madre e hija señalan al principio de las escaleras donde hay un bote de gel hidroalcohólico y tras una docena de escalones, en el alféizar de la ventana, indican donde está el otro.

"Pensamos que iba a volver..."

A pesar de establecer todas las precauciones y medidas, el virus entró en su casa y cuando pensaban que todo era fruto del pasado, la intranquilidad y la preocupación se apoderaron de ellas. “Se fue apagando poco a poco y el último día, cuando lo llevaron al hospital, ya no quería ni caminar. Cuando llegó allí nos dijeron que tenía una neumonía, que la enfermedad siguió avanzando”, dice Resurrección, mientras Mila respira profundamente para no derrumbarse.

Madre e hija posando con la foto del esposo y padre con su otra hija. // BRAIS LORENZO

"Mi otra hija iba cada día al hospital por si podía verlo, y como no la dejaban, se quedaba abajo a ver si lo veía desde la calle"

Ingresó en la planta del CHUO y su otra hija, Susana, viajó desde Alicante para intentar verlo. “Ella iba todos los días al hospital, y como no la dejaban pasar, pues esperaba a ver si lo podía ver desde la ventana, pero nada. Y el día que murió, nos llama la médica y nos dice que empeoró que se puso más grave y entonces llame a mi otra hija, a Susana, a ver si podía coger un taxi e ir hasta allí. Y ella se enteró allí de que había muerto. Entró a la habitación, después de insistir y le pusieron un EPI y lo vio, pero no lo pudo ni tocar. Le afectó muchísimo...”, dice Resurrección, secándose una lágrima que bate contra la mascarilla. Mila se levanta porque aún duele.

Pepe falleció el día 15 de octubre. Susana no lo asimiló, Mila todavía lo digiere y Resurrección siente el escalofrío al contar la noticia. Ni el tiempo borra el sufrimiento y el dolor de la ausencia de una despedida: “Pensamos que iba a volver cuando se marchó, no pudimos decirle que le queríamos mucho, es algo que siempre nos acompañará. Te queda dentro lo de no despedirte de él...”. Las lágrimas acompañan el silencio.

La nieta de Pepe: "Si no fuera por lo que le pasó, el abuelo estaría aquí"

Quedaba la esperanza de abrazarlo y ahora atesoran los recuerdos teñidos de pena y tristeza: “Se fue en ambulancia, y nunca pensamos que no volveríamos a verlo”. Pepe era esposo, padre, pero también abuelo. Su nieta era su ilusión de vivir y ya es consciente de la realidad. Ella, con 16 años, tampoco se pudo despedir: “Si no fuera por lo que le pasó, el abuelo estaría aquí”. Dolor que permanece y heridas que no se cierran.