Las primeras casas de Vilar (Calvos de Randín) construyen un vestíbulo arquitectónico en el que dos bancos dan la bienvenida al visitante. El primero de color ocre con respaldo y el segundo hecho con madera y pintado de marrón. Celso Ferreira, de 81 años, espera de pie. “Aquí hay historias”, dice mientras cae orballo. No hace falta un buenos días para romper el hielo.

"No teníamos de nada, teníamos que ir a buscarlo a tierras portuguesas"

Celso no conoció a su padre y su madre fue la apoderada de una familia que cuidó a seis hijos en época de desdicha. La pobreza era la que gobernaba y la falta de recursos era el pan de cada día. “No teníamos leña ni estrume ni nada. No había abundancia de nada. Teníamos que ir por la sierra portuguesa a buscar todo eso y traerlo”, narra. Su madre no sabía leer ni escribir, como la mayoría del pueblo, pero los codiciosos y egoístas buscaban lucrarse de la miseria ajena. “Nunca nos faltó de nada. Teníamos tierras y seis chabolas pequeñitas en el pueblo y mucha gente que le hacía falta cinco pesos, las malvendía para tener para comer. Nuestra madre nunca aceptó, era muy inteligente”, recuerda con un silencio hundido.

Su padre murió sin conocerlo y la figura paterna más cercana fue un tío (hermano de su padre), que congregaba en un pequeño taller dentro de la casa a los hermanos y algunos vecinos para instruirles en la manufacturación de las “corozas”.

Celso con la curucha o coroza en su taller. //FERNANDO CASANOVA

"Utilizábamos las curuchas o corozas para ir con el ganado al monte de la mañana a la noche"

Celso apura el paso e invita a entrar al salón de la casa nueva. Al lado, todavía en pie, están los recuerdos de su infancia y adolescencia que guardan las paredes de dos casas antiguas. El ourensano se posa en una silla y con una voz suave recuerda que “nosotros le traíamos los juncos a mi tío y, claro, a base de estar con él, pues íbamos aprendiendo todos. Las curuchas o corozas las utilizábamos para ir con el ganado de la mañana a la noche. Pero no en días de invierno como hoy (señala a la ventana mientras sigue orballando), si no en días de nieve y lloviendo a mares. Y llegábamos secos. Cuanto pasé yo en el campo, mucho, mucho...”. Los puntos suspensivos acompañan un silencio que se degrada con la huella sonora del andador de su hermana Benita que abre la puerta: “Pensé que te marcharas”. Bromea Benito: “Me están secuestrando”.

El ruido de la bisagra de la puerta incita a retomar la historia al ourensano. “Mi tío también venía a hacernos las chancas o remiendos cuando no teníamos o se nos estropeaban”. Analepsis al monte. “¡Qué bien lo pasábamos en el monte! Éramos 30 vecinos en el pueblo y cada pareja con 6 o 7 hijos y aquello era diversión. Ibas con las curuchas al monte y bajabas cantando después de un día de trabajo y muchas veces sin merendar. ¡Qué amigos éramos y qué contentos! Y claro en Vilar todos sabían hacer las corozas porque claro había mucha pobreza y por lo menos en cada casa hacían falta 3 o 4 y era lo que teníamos para ir con el ganado”.

Y la pandemia le robó las ganas de hacer más corozas, las clases de gimnasia en Randín y la socialización con los vecinos. Celso apoya las dos manos en las rodillas, con un pesar anímico que alimenta la morriña de la normalidad prepandémica. “Este virus parece que me quitó las ganas de seguir haciendo más curuchas”.

Celso muestra los restos del fuselaje del avión en una puerta en la aldea de Vilar. // FERNANDO CASANOVA

Operación Overlord

La noche del 22 de febrero de 1944, en el pico de Monteagudo, se estrelló un avión tripulado por dos ingleses (Srimpeon y Benjamin Gantt) y cuatro canadienses (Morgan, Staliker, Williams y Gregg). El avión partía de Gibraltar para aterrizar en Francia con el objetivo de llegar para el Día D o Desembarco de Normandía, que se produciría en junio de 1944. “Pensamos que nos atacaban los portugueses”, gesticula abriendo los brazos.

El avión era un Lockhed Hudson de la Royal Air Force que formaba parte de la Operación Overlord. “Tenía ocho añitos y aquella noche solo escuchábamos los gritos de las mujeres embarazas. Fue estrellarse el avión y dieron a luz tres mujeres en Vilar y Vilariño. (Risa) No sabemos si fue por el susto, pero me imagino que ya estarían para salir”, dice recogiendo la risa.

"Pensamos que nos atacaban los portugueses"

Tras el siniestro, la policía portuguesa se llevó lo más valioso y los vecinos de Vilar y Vilariño se apropiaron de los restos del fuselaje. Del avión, se aprovechó todo. En las dos aldeas, hay puertas fortalecidas con parte del avión o cierres de finca del acero de la cabina que amurallan la tierra. Celso enseña una cerca de su casa. Es una puerta de madera que tiene insertada por el exterior una parte de la historia del pueblo. “Este acero, es fuerte y muchos vecinos lo cogieron. Había un tambor hecho a partir de los restos del avión, pero le perdimos la pista”.

Celso apura el paso, va dos zancadas por delante. Sus palabras son vestigios que labran su historia y la de su pueblo. La retranca gallega sirve de epílogo: “Es que yo no puedo parar quieto, necesito andar y ando mucho. Ahora no porque con el virus cancelaron las clases de gimnasia, pero cuando iba me venían a recoger y ya estaba en Randín casi. Se sorprendían”. Su forma física y la clarividencia en la narración de su historia demuestran que el rural es la mejor medicina para la longevidad. Vida sana, mente sana y paz bucólica para sumar años sin que hagan mella. Como cuando encontraron cartuchos y un peine de una metralleta del avión. “Le plantamos fuego y se empezó a disparar. Tuvimos que salir corriendo”. Cosas de niños.

Celso con un bombo, que tiene más de 60 años, que el mismo hizo. // FERNANDO CASANOVA