La vida en precario empuja a algunas personas sin recursos a subsistir en la calle, afectadas por sus circunstancias personales, por el contexto general. En Ourense hay una veintena de ciudadanos sin techo, que pernoctan donde pueden: en cajeros o portales, en parques o en viviendas abandonadas. Algunos consiguen un tiempo de paréntesis, un lapso de cierto alivio, con estancias en habitaciones de alquiler –que costean con ayuda de entidades sociales o con sus ingresos y ahorros, si es que tienen–, o en el albergue, donde rigen normas como levantarse a las 7.30 horas o guardar silencio a partir de las 23. Al menos tres hombres sin hogar presentaron una queja por escrito, dirigida al alcalde, para denunciar el trato que aseguran que han sufrido durante su estancia en el recurso público, que dispone de veinte plazas. Otros compañeros no han dado el paso de reflejar su impresión por escrito pero también la compartían ayer verbalmente, en conversación con este periódico. El edil Telmo Ucha, que entre sus múltiples competencias desde hace mes y medio asume la de Servicios Sociales, afirma que no tiene constancia oficial de un mal funcionamiento, “pero me comprometo a preguntar por la situación y si, es necesario, a tomar cartas en el asunto”.

José Manuel Díaz, natural de Ourense, tiene 49 años y está en la calle por primera vez. “De los que pensé que eran mis amigos, me río”. El confinamiento total de marzo abrió para él un periodo de varios meses de estancia en el albergue. “Tuve que abandonar porque en dos ocasiones me tacharon de alcohólico, cuando ni bebo ni tampoco tomo drogas. Pero te ven con los ojos rojos y automáticamente creen que has consumido”, lamenta, crítico también con la labor de una asistenta social. José Manuel, que trabajó de panadero y en el 061, carece de ingresos en la actualidad.

“En mi caso es la primera vez que caigo en la calle, pero hay otra gente que lleva muchos años, unos porque quieren y otros porque no encuentran una salida. En el saco de dormir frío no hace, pero yo duermo al lado de un parque, cuando hay edificios cerrados de los bancos y el Concello tiene recursos y puede dar un alquiler mínimo o una ayuda que pueda sacar a la gente de la calle. Invito al alcalde a que se reúna con nosotros y venga a ver lo que hay”, emplaza José Manuel. Él confiesa que está “harto de echar el currículum en todos lados; tal y como está la situación no encuentras trabajo”.

Nicanor Romasanta, un ourensano de 54 años, se muestra “agradecido” con Cruz Roja, Cáritas y el Comité Antisida. Muestra la queja que entregó por registro, el pasado agosto, tras su experiencia en el albergue. Asegura que por ahora no ha obtenido respuesta. “Desde que me echaron estoy en la calle. He dormido en cajeros, en portales. Ahora estoy en el piso de un amigo”. Nicanor, que no tiene ingresos, dice que lo expulsaron del recurso, tras una estancia de casi seis meses en la primera ola de la pandemia, por no querer usar un gel de ducha “que me irrita la piel”, según su versión. “Aparecieron dos policías locales y me pusieron en la calle”.

S. G., un catalán de 42 años, prefiere ser identificado solo con sus iniciales. Él no ha presentado ninguna queja, pero sí la expresa. “Estuve un mes y ni he vuelto ni quiero, prefiero dormir en la calle antes, porque aquello era desmoralizante. Falta humanidad en el trato”. En la actualidad, este hombre se refugia en un edificio de la capital para dormir. Llegó a Ourense el año pasado y acabó en la calle tras perder el trabajo. “Tenía un piso de alquiler, se acumuló el gasto y al final lo tuve que dejar y necesité venir al comedor social. Van siete meses en esta situación”, dice. Cáritas ha hecho entrevistas a varios usuarios. “Nos seleccionarán para ayudarnos con inserción laboral, y a lo mejor a algunos con un piso”.

L. A., un marroquí de 48 años, vive en Ourense desde hace 14 y lleva un total de 20 en España. Estuvo 8 meses preso tras quebrantar una orden de alejamiento de su expareja. También él pasó por el albergue, durante un trimestre, hasta su expulsión –“si tienes los ojos rojos ya eres un borracho, y no era el caso. El trato era peor que en la cárcel”, llega a criticar–, y ahora se cobija en un edificio abandonado. “Es siempre el mismo sitio, la misma rutina, las noches son duras. Lo estoy pasando mal”.

Solo busca ayuda para poder arreglar su documentación y explica cómo es la vida sin un techo. “En la calle te sientes en un agujero sin salida, te levantas sin ganas de levantarte, no ves opciones. Antes no me fijaba en la gente que estaba en la misma situación que estoy; ahora veo las caras”.

Carece de ingresos y asegura que le extraviaron la documentación durante su estancia entre rejas. “Por eso perdí el paro, al que tenía derecho. Yo tenía un bar, siempre trabajé, nunca he cobrado ninguna ayuda ni he estado en la calle, que es un agujero. No veo facilidad para arreglar mis papeles, no tengo dinero para mi medicación”. L. A. defiende que al colectivo de personas que carecen de un hogar “nos hace falta un empujón para salir. La base es tener un lugar en el que dormir”. Con la crisis económica en ciernes, avisa: “El panorama ya lo teníamos negro y está cada vez más aún”.

Este lunes, el comedor social dispensó 362 raciones entre comidas y cenas. En el primer estado de alarma por el Covid-19 se alcanzó un pico de 666 usuarios. La media es superior, en cualquier caso, a los registros del año pasado, cuando unas 300 personas eran atendidas al día. Ya se está notando el efecto de la crisis hostelera, con trabajadores afectados por el cierre que recurren al comedor para disponer de alimentos, indica Beatriz Fernández, educadora social de Cáritas.

“No es una vida fácil, es una lucha diaria. He encontrado personas con algo de compasión y otras que mantienen distancia como si tuviéramos una enfermedad contagiosa. Con la pandemia, todavía más. Hay personas que te miran con desprecio”, cuenta Claudenilson, un brasileño de 55 años que lleva unos meses en la ciudad, pernoctando en la calle y un mes en el albergue, por cuyo trato también presentó una queja por escrito. “Sufrí allí dentro a nivel psicológico, todas las noches me preguntaban qué iba a hacer mañana. Salvo dos funcionarios, no hay trato humano, sino humillante, con faltas de respeto. Las personas que trabajan con los que vivimos en la calle deberían tener otra preparación”, reprocha.

Antes de quedarse sin hogar, se ganaba la vida en la agricultura pero la ruptura con su ex, que lo echó de casa, lo dejó sin tierra que cultivar, porque era propiedad de su exsuegra. En Santiago se formó como pedagogo en su día. Este verano trabajó durante un mes en un campamento del Concello de Ourense, como animador sociocultural. “No hay un proyecto ni un afán de integración social. Antes de la pandemia el desempleo ya era grande y ahora aumentó. La edad y la nacionalidad juegan en contra para conseguir trabajo”, valora. El mes pasado, Cáritas le sufragó una habitación, cuyo alquiler supone 150 euros. Sin ingresos, “no sé si voy a poder pagar el próximo mes y si volveré a la calle. Vivimos al momento”.