Ilustres

De Ourense, con destino a Berlín

Una visita de ourensanos a la ciudad de Berlín.

Una visita de ourensanos a la ciudad de Berlín.

MANUEL ZABAL

Sr. Ferrando:

Somos los funcionarios gallegos que usted guió por su querida Berlín, de fin de semana largo. Reciba estas fotografías como recuerdo de nuestro encuentro; en muchas de ellas es el protagonista con su presencia y los oportunos comentarios. Consiguió usted ser uno más del grupo, como dijo en la breve despedida, porque, además, estaba muy al tanto de las cosas de España. Procuraba usted ponerse al día de nuestros asuntos, como alemán de origen hispano y como "parte de la familia" que ya es, y no nos pasaron desapercibidas algunas de sus atinadas apostillas mientras departíamos en el callejeo, pues, como buen, excelente profesional aprovechaba las sobremesas para provocarnos a hablar mientras tomaba buena nota, sin dejar de atender al grupo.

Que sea yo el emisor, siendo el mayor del grupo, no es casualidad; alguna de nuestras conversaciones quedaron sin terminar y, si no le molesta, me gustaría contestarle ciertos comentarios que usted hizo con su facilidad de comunicador profesional, de guía. Contestarle desde el aprecio; por mi parte estos días dejaron la peregrina evidencia de que éramos, usted y yo, dos historias paralelas -dos hijos de la postguerra- que el azar había reunido (a nuestra edad sabemos que hay que ayudar al destino, siempre tardo). Evidentemente, para ambos, este viaje a través de la memoria del horror de tiranías, padecimientos y miserias era algo más. Algunas veces nos sorprendimos mirándonos con expresión parecida cuando usted recordaba estas historias, causada por la exhibición de las cicatrices del Muro de la vergüenza, del Cementerio de los judíos, del Museo del horror, de los edificios siniestros de Postdam y Wansee, Spandau, de los controles policiales, porque nos reconocíamos como dos supervivientes; luego, nos volvíamos a ensimismar en el presente, en los pequeños detalles, en la arquitectura, que tan bien puntualizaba.

No, yo no quiero levantar ahora una sinfonía fúnebre; preferiría la rapsodia que los españoles no somos capaces de escribir. Pero de esto le hablaré después. Déjeme antes sincerarme con un par de minucias. La primera es que apenas dábamos dos pasos y salía a relucir nuestra patria -La legión Cóndor, el Guernica-, sucesos originados en estos barrios berlineses donde se organizaron y que, usted, que tenía la historia de Europa en la punta de la lengua, se abstenía de comentar, con una delicadeza que le reconozco. La segunda ocurrió, y aquí estuvo usted supremo, cuando pasaba por alto los comentarios, no todos bienintencionados, que los alemanes hacían con usted en cafeterías, museos, galerías comerciales o portales, a propósito de "estos españoles" que hablan con su acostumbrada espontaneidad y que en medio de una crisis mundial, se permiten el lujo de una "salidita", una más de esas "fiestas españolas" subvencionadas, a un país que trabaja a destajo, aumenta el horario laboral, hace dimitir a su presidente corrupto, regula la iluminación pública y hace girar su vida en torno a la salida de la crisis.

Los españoles, Sr. Ferrando somos rápidos (y fugaces como "foguetes"), pero concientes también de los viajes vacacionales de los alemanes, ¡cómo no, si los acogemos! (aceptamos, naturalmente, nuestro destino de "costaleros", aunque disimulemos con resignación). Usted mismo, si me lo permite, y estoy terminando este breve ajuste, con su atenta y correcta actitud -su vestuario oportuno de sombrero y solapa redonda con botón de metal- y sonrisa algo distante entenderá bien lo que quiero decir. Nos despedimos como amigos, Señor Ferrando, y por nuestra parte, no era fingido; somos así.

Querría, volviendo a lo nuestro, dejar claro que cuando en las sobremesas le hablamos de que en España estamos en crisis, es decir, ruina, paro, corrupción financiera, política, social, desafección interna entre comunidades, deterioro educacional, sanitario, judicial? hablábamos con preocupación, aunque no lo pareciera, porque no hemos perdido la esperanza de llegar a puerto; conocemos a los piratas de nuestros mares (en qué familia no hay alguno), y sabemos que hay que tocar alerta y enfilar rumbo (ya sabe, en España, después de unos cuantos decenios acabamos siempre encontrándonos el mismo noventayocho histórico; nuestra "huelga general" de estos días debe ir por ahí seguramente).

A cambio, cuando le preguntamos por la integración de las dos Alemanias, la reconciliación del Este y el Oeste, de tan distintas mentalidades, usted fue muy diplomático, no quiso entrar en detalles y dijo que los mayores se morirían cada uno con sus ideas, que los jóvenes del Este vivían tranquilos en el sueño igualitario del proletariado mientras en el otro lado del muro se trabajaba duro y se disponía la reunificación costase lo que costase. Esta discreción suya, tan profesional, apenas si podía disimular, y disculpe mi suspicacia, ese estado generalizado de opinión sobre "los españoles". Sus posiciones estaban quedando claras: los rusos eran en sus comentarios feos y malos cuando usted los recordaba (y como lo repetía sin darse cuenta nos sonreíamos). En cambio, cuando recordó al presidente de su país hispanoamericano con aquellas palabras tajantes contra el tirano, que le salieron del alma, estuvo usted glorioso; esa mañana de helada brindamos con vino caliente de canela y me pareció que podríamos entendernos.

No, no éramos turistas de fin de semana: escuchamos sus comentarios profundamente impresionados mientras nos enseñaba la ciudad o, deberíamos decir, iconografía de una población convertida en escenario de su propia historia, en fin, el consabido parapeto con soldados disfrazados al pie de sacos terreros y mástiles altos de eternas banderas, con alegorías de la tragedia plasmadas en esquinas, barrios, patios de triste memoria, medallas, lápidas -la de Ana Frank, aun referida a otro lugar, impresionaba-, tumbas, esculturas inmóviles e increíblemente vivas desde las que se representaba una reparación universal: juicio y condena, expiación y culpa abiertos a todos y cada uno de los viajeros, espectadores traspasados por un silencio ritual de tragedia revivida. En esos tiempos nacimos usted y yo, querido amigo, de aquellos sufrimientos somos hijos.

Tal vez por eso, señor Ferrando, me ocurrió algo inesperado; de consuno con esta representación expiatoria se me fue afilando la memoria, mi mirada se espesaba e iba apareciendo al fondo de la conciencia la historia trágica en nuestra propia experiencia. Los fantasmas de nuestro país surgían aquí y allá al hablar de tiranías, tormentos, quemas, repatriaciones, emigración, muertes, exhumaciones. No por domésticos en nuestro país, fantasmas menos terribles para quien los sufrió. Empezaron a golpear mi memoria los "ejércitos imperiales" de mi infancia, el "destino hacia horizontes infinitos", las frases sobre las "razas de pueblos escogidos" que yo viví inocente; los fanatismos y dogmas entre los que nuestra ingenuidad de niños habitaba, visión nada simbólica de una realidad vívida: nuestra propia historia?, sí, señor Ferrando, cuando usted y yo empezábamos a mirar el mundo. Y me ocurrió que me quedé mirando mi grupo de viajeros, conciudadanos míos y sentí un calor más hondo, una alegría callada también sin saber por qué, oyéndolos hablar en castellano, en gallego, mirando a sus hijos tan atentos, de camino hacia otro y otro monumento, otra plaza, otra historia, un poco niños todos, porque en este momento nos tirábamos bolas de nieve, que caía dulcemente e igualaba nuestras almas a las barbas blancas de Carlos Marx, ese gigante que nos acunaba en sus rodillas en el instante supremo de otra fotografía.

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