Se escribe bien desde los aviones. Toma uno esa perspectiva respecto de lo mundano y las cotidianeidades que solo dan la distancia o una edad avanzada. El desorden, la espontaneidad, lo impredecible, el caos sometido por la fuerza a engranajes se observa a 30.000 pies como un sistema naturalmente armónico en el que todo parece encajar.

En ocasiones estorba el timbre chillón de voces cotillas o quejumbrosas. Las primeras distraen –en ambos sentidos del término–; las otras, ese suspiro de angustias varias articulado en frases, recuerdan la importancia de mirar a las nubes y no al suelo en el día a día. Las almas muertas deberían reposar en el camposanto, no ocupar asientos de avión. Qué decir de las sufridas auxiliares de cabina de pasajeros –las azafatas de toda la vida, que en unos años, imagino, denominaremos “especialistas en seguridad y confort aeronáuticos” si seguimos maniendo el idioma en aras de la corrección política–. ¿Modelos frustradas (pasadas de talla o primaveras), enamoradas del viaje que han optado por enlatar sus jornadas en un fuselaje, potenciales camareras de restaurante con estrella de marca de neumáticos, aspirantes a piloto que se conforman con ver los toros desde la barrera?

Ignoro qué ha llevado a esas muchachas (y a contados caballeros) a dar servicio a pesados como este escribiente, pero se agradece –las más de las veces– la labor de tan abnegadas profesionales. Al fondo del pasillo, parapetados tras una puerta que parece menos segura y resistente a “colgados” de lo que en realidad debe de ser, el comandante y su segundo; figuras veneradas donde las haya, no por su responsabilidad o competencias técnicas, sino por sus cuentas corrientes y en razón de las envidias erótico-festivas de numerosas mentes calenturientas.

El aeroplano comercial; una auténtica colmena suspendida en las alturas. No es de extrañar que nuestro cineasta manchego más internacional ideara un largometraje inspirado en este microcosmos embutido en 25 metros tubulares (que para algunos Pedro se estrellase con ese filme es ya tema para otro artículo).

Suena la doble campanilla por megafonía y se enciende el testigo del cinturón. Hay que subir las cortinillas –a ver si hoy, de una vez por todas, pregunto a una de las expertas en seguridad aeronáutica que nos atienden el porqué de esa maniobra obedecida por todos–. Se aguantan las ganas de hacer un “pipí” hasta tronos más amplios y asépticos, y vuelve a percibirse la entropía de la urbe de destino. Finalizan las dos horas de vacaciones del aquí y ahora, ese que nos va hurtando el tiempo del mismo presente.