En el mundo globalizado y conectado por redes sociales, es chocante leer un título como este. Vivimos una época en la que todo se comparte, donde cada momento y lugar es publicado, etiquetado y compartido. La cárcel de los likes nos encadena a los aparatos electrónicos y a la lupa de los followers.

Sin embargo, tras este postureo cargado de filtros se esconden otras realidades. Hay un grupo de generaciones –desde finales de los 80 hasta el nuevo milenio– la llamada generación mejor formada pero con la cabeza más desordenada, que vive tras el yugo del pasado y la encrucijada del presente.

Desde muy pequeños nos han transmitido la necesidad de estudiar. Estudiar mucho y muchas cosas. Somos la generación con mayor número de universitarios. Desde Bachillerato nos presionamos por unas buenas notas para acceder a los estudios que deseamos. Tras conseguirlo, tratamos de sacar buenas calificaciones, encajar los números para poder pagar alquiler, comer y disfrutar de esa época. Al terminar, y con un futuro incierto, continuamos formándonos. Que si máster, inglés, formación complementaria. Con veintitantos años salimos al mercado laboral y, sorpresa, sufrimos las secuelas de una doble recesión económica. Los escasos puestos de trabajo están ocupados por trabajadores con un gran número de años de experiencia y tú, con más títulos que la duquesa de Alba, te encuentras sin apenas experiencia, viviendo con tus padres, trabajando pocas horas, la mayoría de las veces en algo que no es lo tuyo y, si tienes la “suerte” de dedicarte a lo tuyo, con unos horarios imposibles, un sueldo ridículo y un contrato de becario.

¿Sabes lo que pasa entonces? Que la cabeza dice stop. La presión sometida durante tantos años, estudios, formación complementaria, vida social, deporte, música y la presión social del momento donde se nos juzga de vagos, de exigir buenos sueldos y buenas condiciones sin apenas experiencia, la grave crisis que vivimos acompañada del COVID y la mente de cualquiera que quiera emular a sus padres y abuelos, además de querer vivir las comodidades del siglo XXI… y la burbuja revienta.

Y, tras explotar, acudimos a curarnos de esa presión y ese nivel de autoexigencia al psicólogo, juzgándonos a nosotros mismos por no ser capaces de sobrevivir a la jungla. El país del prozak. ¿Quienes son los culpables? Solo el tiempo lo dirá.