Abriría yo aquí un hilo a otra guerra que nos acucia día a día. Tan perniciosa como la contienda entre Rusia y el resto del mundo son las separaciones conyugales. Que siempre te han hablado de uno que lo hizo supercivilizadamente y bla bla bla.

Pues no lo son. Y comportan dolor para pareja y niños. Dolor duro. Porque no tienen armamento bélico, que si no lo utilizarían a discreción. Y los peques son lo que más hay que cuidar en esa contienda visceral. Y llegar a acuerdos. Pero no como los de Putin.

Es preciso que se lleven bien desde el primer momento. Siempre aparece el simpático padre que cree tener la varita mágica. El mío en sus tiempos de hippie en París hacía cosas muy raras. Me estuvo explicando cómo era posible clavar clavitos con una botella. Y yo le dije por qué no. Y qué trabajo le costaba comprar un martillo para clavar un biombo en condiciones. La lógica. Pero sobre la lógica se impone la ilógica. En aquel piso del Quartier Latin mi padre se creía intelectual. Y la intelectualidad estaba reñida con comprar un martillo para viles trabajos manuales.

Por eso cuando los antiguos hippies vienen a darme lecciones de cómo llevar una pareja, les ofrezco una botella y un clavo. Qué menos.