Querido maestro, anoche supe que te habías ido. Que tus dedos jamás volverían a acariciar las teclas de un piano, y que los que un día tuvimos la suerte de recibir tus enseñanzas nos quedaríamos en los que somos, porque ya no habrá más alumnos. Y sentí un dolor inmenso. Porque desde que a mediados de los 90 regresaste a Lituania, tu país, ha habido tanto que decirte y no te dije, me he acordado tanto de ti sin tú saberlo, que ahora solo me queda el recurso de escribirlo y compartirlo con la ciudad a la que dedicaste tu vida durante casi media década: Vigo. Era tan fácil quererte, que estoy segura de que, si algún alumno tuyo del conservatorio Mayeusis lee esta carta, compartirá este mismo sentimiento, de profundo cariño, admiración y gratitud.

Contigo aprendí que la música era una expresión de amor. Y que al piano había que demostrarle que le amabas, para que te correspondiese.

Contigo aprendí el significado detrás de cada partitura. Aprendí que aquellas fugas de Bach que me parecían endiabladas eran, en realidad, su forma de hablar con Dios. Que aquellas voces complejísimas de tocar eran, en realidad, oraciones que el compositor cantaba, y que ahora nosotros teníamos la gran responsabilidad de entender y transmitir. Aprendí que, con Chopin, debía imaginar un baile, para conseguir que todo a mi alrededor bailase. Y que para tocar a Beethoven había que merendar bien, porque si no, mis dedos diminutos no serían capaces de sacar todo el sonido que el compositor habría esperado escuchar.

Contigo aprendí que equivocarse estaba bien, porque ayudaba a saborear aún más los días en los que las notas por fin encajaban. Nos llamabas “estrellitas”, y mi baja autoestima de adolescente se desvanecía en cada una de tus clases.

Contigo aprendí que en la antigua URSS los niños que estudiaban música iban a colegios especiales, donde tenían clase de instrumento todos los días y nunca coincidían los exámenes de matemáticas, lengua o física con los de solfeo, armonía o piano. Aprendí que en España la enseñanza musical seguía relegada a un segundo plano, a una “actividad extraescolar”, aunque los niños que la cursábamos pasásemos más horas en el conservatorio que en nuestras propias casas. Y que aquello no estaba bien.

Contigo aprendí que no hace falta que dos personas hablen el mismo idioma para entenderse. Apenas hablabas castellano cuando llegaste a Vigo y, sin embargo, tus alumnos, de entre diez y quince años, te entendíamos perfectamente. Tus enseñanzas iban más allá de las palabras, y la técnica, la expresividad, el conocimiento y la pasión por la música nos llegaba e impregnaba, de una forma irracional, sí, pero más efectiva que cualquier clase magistral.

Contigo aprendí que las personas que se van siguen viviendo en quienes las conocimos. Y por eso, tengo el consuelo de que sigues aquí, Alex. En cada uno de tus alumnos de Vigo y de Vilnius, en cada persona a la que llegaste con tu bondad, tu simpatía, tus expresivos ojos azules, y tus palabras, siempre cálidas, siempre generosas. Aquí sigues, y seguirás por siempre presente cada vez que cantemos con Bach, Beethoven, Chopin, y tantos otros amigos que nos presentaste. Y estoy segura de que, allá donde estés, mirarás de vez en cuando a la Tierra y verás con orgullo a tus “estrellitas”. Descansa en paz, querido Alex, querido maestro, por siempre en nuestras vidas y nuestras canciones.