“Señor Simancas, ¿me está mirando?, ¿señor Guijarro? Es que a lo mejor no me gusta cómo me miran. Si fuera otro tipo de mujer, por esa mirada les podría denunciar por acoso y violación y habría que creerme porque soy mujer, porque yo lo valgo”. Con esas irónicas palabras comenzaba el alegato de la diputada Carla Toscano durante el debate parlamentario sobre el proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, más conocida como “ley del solo sí es sí”. Para darle más efectismo a su intervención, la Sra. Toscano escogió como atuendo para la sesión una camiseta ceñida y una falda ajustada que, sin ser “mini”, despertó al parecer la masculinidad de algunos presentes en el hemiciclo.

A estas alturas del partido, nadie discute la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, entre los cuales es obvio que figura el de no ser forzados a participar en prácticas de índole sexual que no partan de la propia volición. De ahí a la casuística que se esfuerza por recoger la ley del solo sí es sí hay un abismo. Como bien gráficamente interpeló la Sra. Toscano en el Congreso, “¿qué proponen a los hombres en caso de que una mujer les acuse en falso sin pruebas? ¿Será preceptivo tener testigos durante el acto sexual? ¿Habrá que decir sí todo el tiempo que dure el acto? ¿Cada cuánto tiempo habrá que decir que sí: dos minutos, cinco minutos, en medio del coito...?”. No sé ustedes, pero un servidor preferiría no tener que recurrir a un amigo voyerista que presencie y verifique la legalidad de los lances amatorios, y la opción del “sí” explícito y periódico tampoco se antoja de lo más excitante para quienes, por edad, necesitamos ya concentrarnos para el éxito de la empresa carnal.

Desconozco el grado de conocimiento que las adalides de la ley propuesta tendrán de la historia del feminismo, pero convendría quizás que se familiarizaran con figuras como Simone de Beauvoir o la más patria Carmen Martín Gaite (Carmiña para amigos y lectores). Ambas fueron modelos de lo que algunos todavía consideramos feminismo con mayúsculas, aquel “ismo” de progreso basado en la libertad, la lucidez y en ser la mujer dueña de su propio destino mirando al hombre de igual a igual. Sin embargo, ni una ni la otra propusieron o quisieron vivir esa asepsia enfermiza que defienden ciertas neofeministas. Simone fue rompedora en su época (incluso en el París de la primera mitad del siglo XX, sociedad mucho más avanzada que la nuestra) concibiendo las relaciones amorosas y sexuales de una manera particularmente abierta y fluida, incorporando a sus amantes y a las de su marido (Jean-Paul Sartre) a una suerte de familia extendida o comunidad de afectos. Dudo mucho que en esa atmósfera sicalíptica se verbalizase el consentimiento antes de abandonarse al gozo. Coetánea de la ilustre francesa, Carmen, nuestra brillante escritora, compartió sus días con Sánchez Ferlosio en un tándem alejado también de la ortodoxia de la época, como bien refleja la dedicatoria a este en la tesis doctoral de Carmen (acerca de la subversión de valores en los usos amorosos del siglo XVII en España): “Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora”.

A lo largo de la historia, la estrechez de miras siempre ha guardado correlación con la superficialidad de la erudición. A buen(a) entendedor(a)…