Es célebre la frase de Antonio Gramsci según la cual al pesimismo del intelecto es preciso oponer el optimismo de la voluntad. En su contexto filosófico-político, vendría a decir que los análisis meramente intelectuales, teóricos, relativos al estado de estancamiento de los avances sociales en una situación histórica negativa (que podían conducir al pesimismo y a la inacción) debían ser superados por una praxis decidida, “optimista”, a favor del progreso hacia una sociedad mejor.

En relación con el desafío ecológico actual, el “pesimismo del intelecto” (o de la razón) equivaldría a la actitud derrotista que considera imposible corregir el rumbo del deterioro del medio ambiente natural a tiempo para evitar el colapso climático. Un grado extremo de esta actitud sería el “nihilismo medioambiental”, para el cual el sistema socioeconómico vigente, basado en la necesidad compulsiva de un crecimiento continuo, es incapaz de autorregularse y conduce necesariamente a la destrucción de la naturaleza que nos rodea y al calentamiento global. Se trata de una forma de fatalismo: se asume que el ser humano carece de la libertad de elegir o modificar su destino (en este caso, por hallarse aherrojado dentro de un determinismo economicista contra el que no podría luchar). Este nihilismo pesimista es aún más peligroso que el mero negacionismo, pues invita a la pasividad ante una catástrofe considerada como inevitable.

Pero el optimismo a favor de una solución al problema del cambio climático no depende únicamente de la voluntad, por importante que ésta sea. Hay también razones que lo sustentan. En primer lugar, y de un modo genérico, si el planeta Tierra hasta nuestros días ha podido mantener una homeostasis o equilibrio interno capaz de albergar la vida, no se ve por qué un ser inteligente y consciente como el humano no va a ser capaz de reobrar sobre sí mismo y sobre su entorno para preservarlo, garantizando así su propia continuidad como especie, cuando conoce la información necesaria y posee las destrezas y los medios técnicos para ello. A través de la historia, la humanidad ha sabido superar los conflictos y riesgos que amenazaban su supervivencia, ¿por qué no ha de hacerlo ahora? En 1987, el Protocolo de Montreal, aprobado por todos los países miembros de la ONU, se propuso evitar la destrucción del agujero en la capa de ozono que recubre la atmósfera terrestre preservándola de los rayos ultravioleta. Para ello se acordó reducir en todo el mundo la emisión de sustancias que podían agotar dicha capa, como los clorofluorocarbonos presentes en aerosoles y en otros muchos productos existentes por entonces en el mercado. El resultado fue que en efecto, después de una década, se había conseguido detener el agujero y la capa de ozono comenzaba a recuperarse. Recientemente, un grupo de científicos ha comprobado que, además, esta actuación humana ha favorecido una disminución del calentamiento global, que habría sido mayor en caso de no haberse realizado.

El precedente de la conservación de la capa de ozono gracias a un acuerdo universal y a una política conjunta y decidida a favor de la intervención para limitar el deterioro medioambiental permite ahora mismo mantener la esperanza racional de que, con la información proporcionada por los expertos a través del IPCC (informe del panel sobre el cambio climático, presentado a principios de agosto pasado), de nuevo todos los países que integran la ONU lleguen a un pacto en la próxima cumbre mundial sobre el clima, que se celebrará en Glasgow en el mes de noviembre próximo, para reducir sustancialmente los niveles de CO2 arrojados a la atmósfera y así contribuir a frenar un cambio climático que de otro modo amenazaría con hacer invivible la Tierra a finales de este mismo siglo.