“Los marxistas conjugamos una misma actitud y un mismo lenguaje frente a los problemas esenciales del pueblo. Porque un obrero sin trabajo, no importa que sea o no marxista, no importa que sea o no sea cristiano, no importa que tenga ideología política alguna. ¡Es un hombre que tiene derecho al trabajo y debemos dárselo nosotros!” (Salvador Allende, 2.12.1972, Universidad de Guadalajara, México).

Tengo por costumbre que, cada día 13 de septiembre de todo año, relea siempre aquel memorable discurso de Salvador Allende, llevado a cabo a menos de un año del golpe militar, que acabó con el gobierno legítimo de la Unidad Popular. Comparto la opinión generalizada de ser el discurso más hermoso jamás pronunciado por un político. Fueron cuatro horas y media de aquel torrente de palabras emotivas dirigido a un auditorio juvenil entregado y en silencio. Es de agradecer que la Universidad de Guadalajara tuviese a bien su publicación. Diez páginas para la posteridad, si siguen abiertas las venas de América Latina, que escribió Galeano.

Recordar aquellas palabras es volver a vivir mi juventud, tan llena de inquietudes. Aquellas inquietudes que en la España que había abandonado, y en la que muchos compañeros universitarios me tildaron de revisionista burgués por defender que el socialismo, el auténtico, podría alcanzarse a través del parlamentarismo de una democracia burguesa. La fuerza de la razón, y no la razón de la fuerza. Allende empeñó su palabra, hasta la muerte, en ello. De allí que su trayectoria la siguiese con inusitado interés. En un pasaje de su discurso, Allende relata la dedicatoria con la que el Ché Guevara le obsequiara el libro “Guerra de Guerrillas”: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener los mismos”. Venía a decir que “cada pueblo tiene su propia realidad, que no hay recetas para hacer revoluciones”. Sueños que fueron truncados. Yo abandoné aquella utopía de juventud. Los ex compañeros que, otrora defendían la lucha revolucionaria contra la sociedad burguesa, acabaron abducidos por el pesebre de Felipe González, a quien X. Manuel Beiras definiría como “esquirol del socialismo”.

Allende fue leal a sus principios. “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo”. Lealtad que no recibió a cambio. Un pueblo que no luchó por defender la legitimidad y legalidad de su Gobierno. El golpe militar duró un día. La dictadura duraría 17 años. Pero esos años no han borrado el sueño honrado de Allende. Aquel sueño que desgranara en el celebérrimo discurso en la Universidad de Guadalajara, o en aquella entrevista a Regis Debray, en 1971, “Conversación con Salvador Allende”. Hoy me vuelvo a sentir un “viejo joven”, aún siendo efímero, porque mañana me envolverá la senil rutina.