En lo que parece un decorado art deco de principios del siglo pasado, sesteando a orillas del río Ankansas, atardece hoy apacible la ciudad de Tulsa (Oklahoma).

Fueron bien distintas las cosas hace 100 años. En la noche del martes 31 de mayo al 1 de junio de 1921, las acusaciones de que un joven limpiabotas negro se había propasado con una chica blanca desembocaron en la mayor masacre racial de la historia de los Estados Unidos.

Una turba de ciudadanos blancos –a pie, a caballo y hasta desde avionetas– arrasó el distrito de color más afluente de la ciudad (el Black Wall Street, como se conocía en la época). Perdieron la vida entre 30 y 300 personas (según las fuentes que se manejen), la mayor parte afroamericanos. Los afortunados que conservaron la vida, perdieron toda una vida de trabajo. Por deseo de unos o vergüenza de otros, lo que ocurrió aquella noche se enterró en las más lúgubres catacumbas de la historia contemporánea estadounidense. La gente de a pie de Tulsa jugó el juego y optó por, callando, tratar de olvidar.

Sin que hoy estén en absoluto curadas las heridas de una américa racial y racista, se va descorriendo el telón de la memoria y se ha permitido que la antropóloga forense Phoebe Stubblefield y su equipo excaven y estudien las tumbas colectivas que en la primavera del 21 rebosaron cadáveres.

Salvando las distancias, en nuestras fronteras la Ley de Memoria Histórica primero y en breve la Ley de Memoria Democrática abren las puertas a un remover las heridas que otros, sabiamente, han preferido dejar cicatrizar.