Marchas al trabajo sin mirar atrás por si así consiguieras no tener que regresar a lo que un día fue tu hogar; piensas en la solución a esa triste ecuación que la vida te ha planteado resolver si quieres ser feliz, pero lo haces mal, presionada por el tiempo que se te va y con él crees que también esa felicidad. Buscas entonces otra solución, la número mil, pero tampoco encaja y acaba contra el mismo muro de siempre, la impotencia. Apartas de tu cabeza por hoy el problema con la esperanza de que el nuevo día te permita dejar de estar a merced de quien, creyéndose dios, domina cada rincón de tu cuerpo aunque ya ninguno de tu corazón; quizá llega el momento, mujer, de reconocer tu incapacidad para salir sola y echar mano de una vez de quien desde fuera ve el problema mejor y te acerque con seguridad a la única solución. Piénselo, pues merece la pena saber que tras resolver la ecuación, se encontrará usted libre, en paz y quizá, quién sabe, muy, muy feliz.