“El odio es la venganza de un cobarde intimidado” (George Bernard Shaw).

Me había propuesto no leer, y mucho menos escribir, si de tal oficio carezco, sobre la realidad política de nuestro país, hoy mediatizada, con saturación informativa, por la campaña electoral en la Comunidad de Madrid. Pero Madrid no me es ajeno, si moran sentimientos indelebles en mi mente, y, por ello, me duele que las palabras que debieran aflorar ideas o propuestas políticas se sustituyan por un torrente de palabras y gestos que supuran odio.

Un odio que, por irracional, perturba la deseada convivencia pacífica. Convivir en democracia, una democracia que, suscribiendo las palabras de Ángels Barceló, tanto esfuerzo nos ha costado conseguir. Una democracia que había acogido en su seno a quienes no creían ni creen, aún, en ella. Antidemócratas que ya saltan del insulto a las amenazas. Escritos anónimos amenazantes con posdata material de balas. Mensajes de odio hacia quienes hacen política que no comulgan con idearios neonazis. Y para más inri es el odiado a quien se le niega la protección de palabra y obra, tildándole de cobarde por no usar las mismas armas que ellos. La cobardía es de ellos que, privados de la inteligencia para debatir, se esconden tras el anonimato, esperando que otros les aplaudan, solidaricen, o que sirvan para violentar más el escenario político. Es el nuevo cuño de aquella pretérita dialéctica falangista de los puños y las pistolas. Acólitos de la doctrina franquista, que defendía la desacreditación de los sistemas parlamentarios en favor de la democracia orgánica de partido único.

La Transición pecó de ilusa, como lo fue la II República, de cuyo fracaso no hemos aprendido. No quisimos romper con aquellos que la hicieron fracasar, con aquellos que medraron a la alargada sombra del ciprés de la dictadura. Siguen reivindicando su papel de vencedores de una sangrienta Guerra Civil, y, por ende, gozar de su jerarquía social y política. Hoy tocan a rebato para luchar con las armas del libelo y las amenazas, contra una supuesta deriva comunista legitimada por mayoría de votos. Un comunismo del que abjuraría el propio Lenin.

Toca responder a los demócratas a tales provocaciones, con las palabras y la razón, depositarias de los valores democráticos, para que las urnas dicten su veredicto. Un veredicto que arroje, para siempre, a los antidemócratas a las catacumbas del olvido. Que lo que hoy estamos viviendo, mañana no sea más que un mal sueño, una pesadilla ligera. Siempre nos quedará la Historia para absolvernos de nuestros errores, al haber tendido la mano franca a quienes que, con odio público e impune, el corazón joven de nuestra democracia arranca. A aquellos autoproclamados patriotas, a montura de caballo y con pistola al cinto, les dedico una sentencia del escritor Henri Barbusse: “El verdadero patriotismo se horroriza del que siembra el odio y la guerra”.