¿Creemos que somos invulnerables? No, no lo somos.

¿Creemos que no tenemos límites? Sí, sí que los tenemos. Prueba inequívoca de ello es que en el contrato de nacimiento hay una cláusula que dice que algún día cambiaremos esta dimensión por otra.

¿Creemos que tenemos la exclusiva de algo? Tampoco. Es algo reversible. Uno puede faltar a otro, tanto como otro puede faltar a uno.

En su magnífico libro Los dominios del hombre, su autor Cornelius Castoriadis (1922-1997), se pregunta: ¿qué pasa con nuestra época? ¿Crisis sin precedentes de la razón, derrumbe de la imaginación política, generalizado abandono intelectual?

Me inclino a creer que hemos lanzado tantos globos innovadores, con el lema “a ver qué pasa”, que hemos traspasado las líneas de la ética. Puede que también del Código Deontológico. Pareciera como si sostuviéramos la vida igual que un niño sostiene sus juguetes, ajenos a las consecuencias y, tal vez, regocijándonos y entreviendo a su vez que lanzado el dardo, con suerte, no dañará a nadie.

Cuando los científicos que inventaron la bomba atómica la entregaron para ser lanzada sobre las ciudades niponas de Hiroshima y Nagasaki, lo hicieron con una dedicatoria: “Dejad de jugar a ser Dios, porque no valéis para ello. Y encima el puesto ya está ocupado”.

Mucho de lo que acontece viene sazonado con inmensas dosis de surrealismo. Igual es que ya nos tocaba abandonar a los Filósofos de la Razón, o que para navegar en estos océanos nos hayamos dotado de un plano de carretera y no de la carta náutica precisa.

Qué inmensa, entonces, forma de malograr su tiempo el de los griegos, que tantas horas invirtieron en el pensamiento para dejarnos un legado cultural aceptable. Cabría pensar, visto lo visto, que mejor se hubieran dedicado a las delicias jocosas del teatro y que hubieran postergado la tragedia, como si esta no existiese.

Muchas de las decisiones que tomamos son desacertadas. Unas veces es que prima una falta total de conocimiento y otras es que viene muy subrayado el “resentimiento o la mala…”. Francamente para este viaje sí que no hacían falta alforjas, sino una enorme dosis de más amplio conocimiento emocional sobre nuestro propio pensamiento.

Nunca llegaremos al destino deseado si tomamos el camino equivocado. Incluso aunque nos empecinemos en ello. La Razón es una aunque persistamos en la razón de cada cual. Y que aprendamos, y de una vez, que en un acertado proceder se refleja tanto el bien propio como el común.

El señor José Antonio Marina, en su libro La pasión del poder, hace hincapié en que el cargo da el poder, pero no la perspicacia.

Decía al inicio que no tenemos la exclusiva de nada.

Sigo pensando que todo lo que va, vuelve, sea del cariz que sea, sea en el tramo espacio-temporal que sea. A eso lo denomino “el efecto boomerang”.