Cuando se cumplen 90 años de la proclamación de la Segunda República española, que Pablo Casado sentencie desde el estrado del Congreso “nosotros no celebramos fechas que han dividido a los españoles” o que Santiago Abascal califique ese período como un “régimen criminal, secuestrado por socialistas y comunistas, que llevó a España a la Guerra Civil” es señal de que a nuestra democracia todavía le queda camino por recorrer.

El conocimiento de nuestra historia, de procesos complejos como lo fue la Segunda República, es fundamental para comprender que la democracia en España no fue fruto de un día, sino que hunde sus raíces en aquella época, única experiencia democrática habida hasta entonces en nuestro país. Para poder enfrentarse a los problemas del presente con unos mínimos argumentos razonados y lógicos, que obvien malintencionadas interpretaciones políticas o mediáticas actuales –como las que nuestra derecha ha pronunciado hoy en sede parlamentaria–, convendría que nos familiarizásemos con aquel período.

En primer lugar, cabe recordar que fue principalmente el errático devenir de las políticas de Alfonso XIII y Primo de Rivera y el escaso apoyo popular con que contaban lo que condujo a la proclamación de la Segunda República. El nuevo sistema de gobierno despierta en aquella España enormes expectativas y no menos reservas. El objetivo de los gobernantes republicanos será la modernización democrática del país, pero la puesta en práctica del programa reformista tropezará tanto con las prisas de la izquierda como con las reticencias de las derechas, los terratenientes, el Ejército y la Iglesia, y no ayudará tampoco la coyuntura económica internacional, marcada por la crisis de 1929.

Aún con esos vientos en contra, gracias a las reformas republicanas los españoles pudieron gozar de un estado laico con sufragio universal, matrimonio civil, enseñanza unificada, cementerios secularizados, divorcio y cierta igualdad de género. Y aunque no se logró plenamente, los republicanos atacaron también a problemas como la reforma agraria, para remediar las deficiencias de larga data del campo español y acabar con el hambre en el medio rural; las marcadísimas desigualdades sociales existentes; la organización territorial del Estado y los nacionalismos, mediante el denominado “Estado integral compatible con la existencia de las autonomías”; los privilegios de la institución eclesiástica católica; o la modernización del Ejército español, tratando de despolitizarlo y profesionalizarlo.

Las reacciones de aquellos que veían afectados sus privilegios no se hicieron esperar, y pasó lo que pasó. ¿Qué hubiera ocurrido si el Ejército se hubiera mantenido leal al Gobierno de la República? Sería ciencia ficción dar una respuesta, pero no lo es que muchas de las cuestiones que preocuparon a aquellos pioneros de la democracia en nuestro país siguen hoy de candente actualidad y que la polarización escenificada este 14 de abril en nuestro hemiciclo no propicia la resolución de los problemas que gravan nuestro día a día.