Si bien es cierto que en virtud de la nueva Ley de Salud de Galicia puede obligar a vacunarse contra la COVID cuando no hacerlo suponga un riesgo o daño muy grave para la salud de la población, no tiene mucho sentido poner el grito en el cielo a estas alturas, pues en nuestro marco jurídico existían ya otros textos legales tanto o más invasivos. Como dice el refrán, “tarde piaste, pajarillo”.

En el plano nacional, la ley de 1980 por la que se modifica la Ley de Bases de Sanidad de 1944 establece que las vacunas contra la viruela, la difteria y otras infecciones podrán ser declaradas obligatorias; y la Ley de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública de 1986 dispone que las autoridades sanitarias competentes podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población. Más claro… agua.

En la comunidad gallega, el Protocolo de Actuación da Consellería de Sanidade en Materia de Saúde Pública de 28 de agosto de 2020 no solo concede a la Administración discrecionalidades excesivas sino que despoja a la ciudadanía de derechos tan básicos como el de no declarar, a través de enunciados como “la persona afectada tiene el deber de dar toda la información pertinente que se le requiera al respecto”, e impone la delación (“las personas que tengan conocimiento de tal incumplimiento deberán comunicarlo a las autoridades sanitarias”).

Desde la perspectiva que le aporta a este gallego llevar años en Suiza, donde la libertad individual tiene otro peso y la ciudadanía todavía no se considera un rebaño, le diría al señor Feijóo que lo que necesita el terruño para capear la pandemia y remontar el vuelo en el yermo económico que se avecina es un líder visionario e inspirador, no un pastor de garrote.