Revisando los datos que se acaban de publicar en relación al aborto en Galicia, son varias las cosas que a algunos nos vienen a la cabeza. En primer lugar bajo criterios prácticos, pues no olvidemos que el principal problema de la sociedad gallega de cara al futuro es su terrible índice de crecimiento vegetativo, o sea de crecimiento poblacional, que es muy negativo y que vaticina una quiebra del sistema de pensiones, de la seguridad social, y la propia supervivencia del sistema público. La misma Xunta lo advierte año tras año. Además está la tristeza que supone una población envejecida, carente de la gracia e inocencia infantil. Haber dejado nacer a los casi tres mil nuevos gallegos que han sido abortados hubiese corregido en buena medida la caída estrepitosa del censo. Se entiende que estas madres estaban decididas a abortar, y que hubiese sido difícil hacerlas cambiar de opinión, pero tal como sucede con todas las subvenciones públicas, hay fórmulas para disuadir su propósito. Y una ayuda pública directa de cinco, seis o diez mil euros, más una atención continuada a su maternidad, sin duda serviría en muchos casos para que contemplaran decidirse a favor de la vida de sus hijos. En términos económicos, cada nuevo nacimiento supondría un rotundo éxito. Aparte de este enfoque práctico, que tiene carácter de urgencia, existen otros motivos no menos buenos para que la Xunta y ayuntamientos se atrevan a actuar definitivamente en pro de sus hijos y conciudadanos. El primero de ellos es luchar contra el mayor atentado que hoy se da contra la igualdad.

Todas las madres, y también los padres, hemos sido embriones y fetos antes de tener oportunidad de procrear, de modo que si a otro ser humano le privamos de la oportunidad de llegar a ser adulto con posibilidades de procrear, habremos caído en la forma más extrema de desigualdad. Lo que nosotras, y ellos, tuvimos, se lo negamos a nuestra descendencia.

Hablar de igualdad y pasar por alto el atentado más grave que se comete contra la igualdad es simple y llanamente hipócrita. ¡Y qué decir de la violencia ejercida, ahora ya no contra el hijo, sino contras las madres, y por extensión contra todas las mujeres cada vez que una de nosotras se ve empujada a abortar! Ya sea por presión cultural o ideológica, por presión económica, por abandono y desatención, sea cual sea la versión de cada caso, una mujer que aborta es una mujer que se verá obligada a cargar sobre sus espaldas, durante toda su vida, el cadáver de un hijo, y no encuentro ninguna otra forma de violencia mayor. A fuerza de ver los datos en prensa el aborto se normaliza, pero eso no le quita ni un ápice de gravedad.