Tanto a mi padre como a mí nos hubiese gustado que este fuese un artículo objetivo, pero lamentándolo mucho está plagado de subjetividad. Hace unos días que se fue, y si ya de por sí es difícil valorar las cosas cuando eres parte de ellas, cuando están bañadas de emoción lo es aún más.

Las teorías del apego estudian cómo influye la relación que los padres tienen con sus hijos durante los primeros años de vida y cómo afecta esta a su posterior desarrollo, como si después de la infancia dicha relación dejará de tener efecto, algo así como la mayoría de edad, que hace que de un día para otro desaparezca la prohibición de comprar alcohol. Pero mi padre y el conductismo eran más de esta idea: el entorno influye más en uno que uno mismo, estés en la infancia o seas ya un adulto.

Sin embargo, ahora que no está, no me voy a regir tanto por las ideas de la psicología, sino que me orientaré más hacia la física, en concreto en la primera ley de Newton o ley de inercia, que viene a decir que un cuerpo en reposo sobre el que se ejerce una fuerza se mantiene en movimiento constante. Durante estos años su fuerza me movió y, a pesar de que desde hace unos días esa fuerza haya cesado, espero como el universo ser fiel a las leyes de Newton y poder seguir en movimiento o, dicho de otra manera, que esa inercia se mantenga conmigo y me permita colisionar con otros cuerpos en reposo para transmitirles parte de esa fuerza poniéndolos en movimiento.

Sirva esta carta de agradecimiento tanto a él como a todos esos padres capaces de ser fuerzas impulsoras de movimiento porque, en resumen, con impulso todo es más fácil, independientemente de la edad a la que se dé.