No faltan personas a quienes entristece la Navidad. Son minoría, por fortuna. Hasta las ciudades se visten de gala –de luz y color– cuando se acercan estas fiestas, que contribuyen por estos pagos a fortalecer los lazos familiares.

No faltan tampoco quienes lamentan el exceso de comercialización propio de esta época del año. Incluso, si son creyentes, invocan el excepcional momento de ira de Jesucristo contra los mercaderes del Templo. Pero es sabido que, en su momento, aquello vino a cumplir una función justa, para facilitar el cumplimiento, en el Templo de Jerusalén, de las ofrendas previstas en los Libros Sagrados. Pero se fue de las manos, como tal vez ahora en algunas circunstancias. Pero la alegría cristiana de la Navidad sigue necesitando compras –o donativos– que alegren humanamente los festejos: desde la cena de Nochebuena a los regalos de Reyes.

En todo caso, estos días vemos, hablamos o nos escribimos con personas próximas que quizá la vida de la globalización ha alejado físicamente. Nos ponemos al día, y damos muchas gracias por tantas cosas buenas: ante todo, porque la familia sigue creciendo, aunque sea preciso lamentar alguna pérdida dolorosa; también porque se palpa la felicidad, aunque no falten penas ni problemas.

Se comprende que, a pesar de los pesares, la familia ocupe el primer lugar, con diferencia, en los sondeos de opinión sobre valores. Esa realidad es compatible con el viejo dicho popular de que una cosa es predicar y otra dar trigo. Porque el énfasis sobre la familia se acentúa en la vida pública, aunque no se compadezca luego con la realidad de las políticas familiares.