–Le agradezco con otra sonrisa su mentira piadosa– y en ese momento a ella se le arrimó una lágrima, a él, una caricia al corazón. El silencio imantó sus miradas dejando un tiempo suspendido.

–Ya tengo que irme, se me hace tarde– y sorteando mesas con aroma a café, se dirigió a la salida.

–¡Acabo turno a las ocho!– elevó la voz desde la distancia. Él se detuvo y giró –Aquí estaré–.

–No he quedado contigo por piedad, me gusta tu charla y tu sonrisa. Anda, suelta los mandos y deja que sea yo quién empuje tu silla de ruedas.