Estos días leía un artículo que establecía una relación entre el consumismo y el romanticismo. Para quien no lo sabe, el romanticismo fue una época que apostó por vivirlo y sentirlo todo. Sentir, emocionarse y dejarse llevar por el corazón como filosofía de vida para alcanzar la felicidad.

Algo parecido sucede hoy cuando accedemos a las redes sociales y vemos cómo está viviendo el prójimo. Hemos convertido los centros comerciales en los nuevos espacios de culto. Las nuevas catedrales del siglo XXI, a las que ir a peregrinar cada fin de semana. Parece que aquel anhelo de vivir y sentir ahora va ligado a acumular experiencias de consumo. Ya no se le puede dedicar tiempo a un amigo, o a un hobbie que no es estéticamente bonito. Lo que no se puede fotografiar no existe, y así nos estamos dejando olvidados algunos valores humanos básicos.

El de la amistad, el de la ética, el del disfrutar del otro... Parece que todo tiene que ir vinculado a una experiencia de consumo. Y que ya no podemos enamorarnos ni entregar nuestro corazón al aire, al azar, al gozo y disfrute. Debemos siempre ser capaces de cuantificar qué nos reporta la experiencia. Y cuando no es en likes, es en dinero. No somos capaces de hacer nada sin valorar cuantos followers nos reportará nuestra acción a nuestro perfil, si generará o no visitas y reputación y sobre todo, si alguna marca nos regalará algo cuando lean nuestras publicaciones.

¿Nos estaremos muriendo por dentro cada vez que compramos experiencias vitales? Yo creo que un poco, sí.