En mi edificio vive un señor, Juan, que ya hace algunos años alcanzó los 90 inviernos. Es socio del Celta de Vigo desde antes de que Manolo capitaneara el equipo. En tono de broma, cada temporada cuenta con la frívola esperanza de subir un escalón en la antigüedad como socio, aspira a ser el número 1 algún día. “Seguro que este año ya palmó alguno”.

Yo, a mis 30 años, aspiro a ser como mi vecino del quinto. A que un joven socio dentro de 50 años me vea y sienta lo mismo que yo al ver a Juan.

Pues bien, esta mañana me dispuse a realizar mi lectura matutina de la prensa digital. Abrí la noticia de las cifras de contagios esperanzado, pues en Vigo parecía que comenzábamos a doblegar la dichosa curva. Nada más lejos, pues los 213 nuevos contagios fueron una bofetada de realidad. Acto seguido, leo que el Celta de Vigo lanza su campaña de abonados. Los socios hemos de pagar 50 euros, entre otras minucias, para no perder la antigüedad.

Quizás para el poder adquisitivo del señor Mouriño y del señor Chaves, 50 euros sean lo que dejan en propina en el restaurante Silabario de A Sede. Pero imaginen una familia de cuatro miembros dedicados a la hostelería. En el peor momento de la pandemia en la ciudad. Doscientos euros por reservar aire.

Estos señores saben que el aficionado del Celta acabará renovando, acabará poniendo esos 50 euros por mantener ese honor, por poder decir que lleva veintitantos años de socio incondicional.

En mi caso sé que acabaré pagando, solo por intentar llegar a ser como mi vecino Juan. Aunque tenga la sensación de que me están estafando, de que se están aprovechando de este sentimiento que hoy confieso. De mi honor.