Hace años, en otra vida, trabajé en una residencia de mayores.

Con ellos aprendí, reí y lloré a partes iguales. Mi exceso de empatía no era buen compañero pero sí lo era el personal sanitario que la atendía.

Ellas: las enfermeras, auxiliares, cocineras, lavanderas y camareras suplían las faltas que el centro tenía con su cariño, profesionalidad y dedicación con un sueldo miserable. Pero no podían evitar lo inevitable ante los escasos medios de los que disponían para cuidar a los mayores.

Hoy la gente se escandaliza ante las noticias que llegan de estos centros. Pero no es algo nuevo. Ya se morían entonces por no haber un respirador, eso sí teníamos unos uniformes divinos y carísimos. Ya entonces una enfermera trabajaba sola en el turno de noche atendiendo a más de 130 residentes.

Ya entonces los familiares lloraban ante muertes inadmisibles, incapaces de luchar contra empresas privadas, con directores que solo veían números y camas libres que había que ocupar lo antes posible.

Y si sabías más de la cuenta te esperaba el despido, como fue mi caso. Pero no olvido, ni perdono, esa falta de humanidad, esa respuesta carente de sensibilidad ante la muerte injusta.

No te olvido Rodolfo y volvería a hacerme cargo de tus cenizas. Porque no podía permitir que terminases en una fosa común sin nombre. Porque sé que en el mar sigues riendo, fumando un ducados y soñando con tus viajes por el mundo.

Ojalá esto sirva para que la sociedad se entere de lo que realmente pasa en estos centros. Porque cuidar de nuestros mayores no puede ser un negocio.

Mucho ánimo a todas ellas y muchas gracias por vuestro trabajo