En todas las parroquias suele haber un señor, ya mayor, al que en su corta etapa escolar la Enciclopedia de 2ª Grado le había quedado pequeña. En la mía, no podía ser menos, también, desde luego que hay uno al que la gente de a pie le aplica el sobrenombre de "Agonías", no solo por lo bien y minuciosamente que sabe explicar sus dolencias que magnifica con datos y estadistas -él no coge la gripe, la suya es un gripazo de aúpa así como las piedras del riñón a quien les da un nombre muy respetable- sino tambien le pueda dar una lección de la constitución del latón, del acero o mismo de las clases de rocas que hay.

Desde pequeño ha sido un renacuajo, es decir, pequeño y canijo al que tanto la partera local como el médico de cabecera auguraron erróneamente pocos años de vida y, mira tú, que ya va acercándose a los noventa.

Eso sí, a trancas y barrancas. Pero va llegando.

Tiene una conversación entretenida, siempre y cuando unos superiores y especiales razonamientos interiores no le abrumen, lo que le hacen un ser obstinado y huraño social y familiarmente, siendo capaz de estar mudo y taciturno varios días. Luego una vez resueltas esas atrabiliarias ideas vuelve a la normalidad y hasta incluso puede resultar simpático.

El otro día, recién llegado de la villa, de hacer acopio recetas y de medicinas de la farmacia, acodado en el mostrador de la taberna, se le veía algo inquieto, royendo algo por dentro había, sin duda.

Al preguntarle mi amigo, el vecino más viejo de la parroquia, a que se debía aquel estado, le respondió caviloso y medio ausente, como razonando consigo mismo, -mientras su nieto que le había llevado como conductor del coche familiar comentaba la multa que acababa de sancionarle la benemérita- que ahora mismo, mira tú qué casualidad, se estaba acordando de su madre y de la madre de aquel agente de tráfico. Mejor manifestación filosófica o sociológica, imposible.