Los gobiernos europeos tienen sobre la mesa muchos problemas, que encontrarían mejores soluciones con políticas comunes en materia de salarios, pensiones o inmigración; y, por supuesto, en la lucha contra las secuelas del envejecimiento, la gran amenaza del estado del bienestar. Sólo beneficios derivan de la movilidad de capitales y personas, a pesar de las campañas fuertes de hace décadas, simbolizadas en algún país por la imagen del "fontanero polaco". Desde luego, el Brexit debilitará a corto plazo a la UE, pero sobre todo a los británicos. Al contrario, la UE puede fortalecerse, porque no tendrá que luchar contra las reticencias de Gran Bretaña ante cualquier proyecto de avance que limaba su insularismo.

Me parece, diría más, estoy seguro. Más allá de Estados y naciones, son decisivos los valores comunes recogidos en los textos fundamentales; con independencia de la opinión sobre las raíces cristianas de Europa, no cabe duda de que, como reconoce la Carta de Niza, existe un "patrimonio espiritual y moral", que fundamenta los "valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad". Para algunos, del laicismo formal elegido en esos documentos, derivan inconvenientes planteados veinte años después. Pero olvidan quizá que se reconoce expresamente a toda persona el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Las convicciones personales no son privadas: la Carta protege también su ejercicio público colectivo.