Theresa May, los británicos y con ellos los comunitarios afrontamos con frecuencia semanas cruciales para el futuro. Desde que David Cameron y compañía perpetraron el disparate del referéndum para la salida de Londres de la Unión, los momentos críticos se han encadenado y el futuro se ha tornado más oscuro con cada paso que se ha dado o que se ha hecho a medias. Tras dos fracasos en los Comunes, May ha forzado una tercera votación con la esperanza de que no se sabe si el hastío, las presiones o un súbito ataque de responsabilidad logre trocar la voluntad de unos cuantos diputados para dar la vuelta a una tozuda aritmética opuesta al acuerdo con Bruselas. Pero lo cierto es que no hay razones de peso, más allá de las oraciones particulares de la primera ministra, para creer en que se pueda dar la vuelta a una voluntad del Parlamento tan contundentemente manifestada. Más allá del que era un previsible nuevo fiasco, queda la incertidumbre de desconocer qué pasará con un proceso que puede marcar el futuro de Reino Unido y de Europa y no para bien.

Una prórroga larga del Brexit parecía la única opción factible, la menos mala, siempre que Bruselas la aceptase, porque las otras alternativas son considerablemente más gravosas. Con todo, cuesta creer en el horizonte de un Brexit sin alguna clase de entendimiento. Parece que en esas estamos.